28 de Abril de 2024

PLATA O PLOMO

Una historia personal

ALEJANDRO HOPE

Casi nunca es buena noticia cuando suena el teléfono a la medianoche. No lo fue ese día de julio: del otro lado de la línea, estaba mi sobrina de catorce años, llorando desesperada, informándonos que su padre, un hermano de mi esposa, estaba derrumbado en el piso, inconsciente, enfrentando un ataque feroz de asma.

Salimos corriendo hacia su casa. En el camino, mi esposa llamó al 911 y pidió una ambulancia. Pero resulta que la pandemia ha desbordado los servicios de emergencia en la ciudad: no había en la zona ninguna ambulancia pública disponible. Tras advertirnos que tendríamos que desembolsar una cantidad no despreciable, la operadora del 911 llamó a un servicio privado.

Y sí, a los pocos minutos, llegó una ambulancia. Los paramédicos, con la ayuda de unos policías (para los cuales no tengo más que gratitud y reconocimiento) bajaron a mi cuñado de su departamento, ubicado en un tercer piso de un edicio sin elevador, hasta la calle.

Pero entonces surgió un dilema: ¿adónde lo llevamos? Todos los hospitales públicos cercanos han sido reconvertidos en espacios para la atención de pacientes Covid. Pero esto era otra cosa: un ataque asmático, combinado probablemente con un infarto. Mi cuñado no había tenido ningún signo ni síntoma del virus: no había experimentado fiebre, ni tos, ni perdida de olfato, ni dolor de articulaciones, ni diarrea, ni nada que pudiese indicar la presencia de SARS-COV2.

Con ese cuadro, según nos dijeron los paramédicos, no lo iban a aceptar en ninguna clínica Covid. Además, aún en el caso de que lo aceptaran, tendríamos que esperar para ingresarlo un tiempo que mi cuñado no tenía.

Entonces decidimos llevarlo a un hospital privado cercano que, de acuerdo a los paramédicos, “no era Covid”. Y no, no lo era, pero eso supuso un problema que no habíamos anticipado: para ingresarlo, tenían que hacerle primero una prueba rápida para descartar que tuviese Covid. Por protocolo, nos dijeron. Pero resulta que el laboratorista no estaba presente y todo el proceso de testeo iba a tomar unos 20 minutos, aproximadamente.

Demasiado tiempo.

El conductor de la ambulancia nos recomendó que nos fuéramos a otro hospital, que la situación era urgente. Eso hicimos, pero resultó inútil: mi cuñado murió en el traslado. Tenía 43 años y dejó a dos hijas menores de edad.

Nuestra historia no es única ni especial. Con toda probabilidad, muchas familias han realizado en estas semanas peregrinajes similares al nuestro, buscando de hospital en hospital dónde atender una urgencia médica, tratando de navegar el mismo laberinto kafkiano: si el paciente no es portador del virus, no puede recibir cuidados en los hospitales Covid porque a) no lo aceptan y b) puede contagiarse, pero tampoco puede ingresar a muchas clínicas que no están designadas como Covid sin antes ser sujeto a una prueba que demuestre que no tiene la enfermedad. Es muy probable que, en esa trampa, mucha gente esté muriendo.

Esto me lleva a sospechar que los hospitales tienen capacidad porque están poniendo ltros para rechazar a pacientes, aún si son casos críticos que llegan a urgencias. Eso puede estar sucediendo porque el gobierno ha convertido a la disponibilidad de camas hospitalarias en la única métrica de éxito en la atención a la pandemia.

Entonces sí, hay muchas camas vacías, pero muchos féretros llenos y muchas familias enlutadas. Como la mía.


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