‘No pude volver salvar a mi madre’, narra uno de los damnificados de Ixtaltepec que otra vez fue afectada por un nuevo sismo.
Daniel Torres / Enviado Especial
Ixtaltepec, Ver.-
Bajo los densos nubarrones y el contrastante calor, donde antes había una hermosa casa, hoy yace un ataúd sobre un terreno plano y estéril; frente a él, tres mujeres le lloran.
Solo 16 días habían pasado desde el sismo del 7 de septiembre, donde en la localidad de Asunción Ixtaltepec la catástrofe se cobró la vida de 10 personas y cientos de damnificados.
Ahora, la tragedia los volvía a invadir, y el movimiento telúrico terminó por demoler lo que había dejado en pie, llevándose además dos vidas más y un puente.
En ese ataúd reposaban los restos de doña Florentina Cruz Guzmán, de 87 años, quien literalmente murió al caerle su humilde vivienda encima, sobreviviendo solo su esposo, don Bernardo.
Al pie de la caja fúnebre está su hija María Antonieta, quien llora con impotencia, no queriendo aceptar la realidad, resignándose a duras penas.
"Mi madrecita, perdóname, esta vez no pude salvarte, lo siento tanto", susurra entre llantos, con la mirada fija al féretro, perdiéndose luego en el vacío.
Aquel 7 de septiembre, ella y sus padres dormían dentro de su vivienda, en la primera sección de Ixtaltepec, cuando la fuerte sacudida los despertó.
Doña Florentina, a su avanzada edad, le era imposible caminar por sí misma, siendo su hija quien sin dudarlo cargó a su madre, llegando apenas a alcanzar la entrada de la casa, cayendo con ella al suelo a causa del fuerte sismo, usando entonces su cuerpo como escudo, protegiendo a su madre.
Sin embargo, apenas dos semanas después, la suerte o quizá el destino, no les sonrió de la misma forma.
María acababa de salir de su casa a comprar lo necesario para el desayuno, cuando la tierra comenzó a convulsionarse. Su primer pensamiento fueron sus padres, pero apenas llegó a donde alguna vez estuvo su casa, solo encontró escombros.
Don Bernardo apenas logró salvarse, pero su madre quien dormía aun, no logró huir a tiempo. Su casa, el patrimonio que construyó junto a su esposo a lo largo de su vida, era ahora su tumba.
Ahora, sin nada más que perder, María Antonieta espera que su padre se recupere y sea dado de alta del hospital para partir de aquí, donde no hay esperanza, solo miedo y zozobra.
A no más de 3 kilómetros de aquí, en la zona sexta de la misma localidad de Ixtaltepec, Miguel Ángel Toledo Enríquez vela los restos de su padre, Don Juan Toledo, quien también vio su trágico fin a causa de la ira de la naturaleza.
Jubilado de Pemex, y a sus 73 años, Juan Toledo solía vivir sus días con paz y suma alegría y optimismo. Se sentía agradecido de no haber sufrido los embates de la naturaleza el pasado 7 de septiembre.
Apenas una noche antes de esta última tragedia, cenaba con sus hijos y nietos bromeando y riendo.
"Hay que ir a dormirnos temprano, que mañana tenemos mucho que hacer", fueron las últimas palabras de ese día de don Juan, yéndose a su vivienda, ayudado por Miguel, quien lo llevó en su silla de ruedas.
Esa mañana siguiente, don Juan se despertó con el optimismo de siempre, hasta que la tierra comenzó su siniestra danza.
Firme, y construida a conciencia, su vivienda había tolerado sin problema el primer sismo, pero en el segundo comenzó a crujir.
Como pudo, sobre su silla de ruedas salió de su vivienda, pero fue sorprendido por la otra cara de la naturaleza.
Perros aullaban, aves revoloteaban frenéticamente en el aire, y un panal de abejas africanizadas en las cercanías, huyendo por instinto, atacó a todo lo que halló a su paso, entre ellos a don Juan.
Más de 300 piquetes de abeja acabaron esa mañana con su vida, dejando además a una veintena de heridos.
El caos por el sismo complicó la llegada de los cuerpos de socorro, un puente colapsado impidió vías de acceso y comunicación, y para cuando Miguel y sus hermanos pudieron hacer algo, Don Juan había muerto.
"Me duele lo que ocurrió, pero siento más enojo porque las autoridades no nos han volteado a ver, a pesar de todo siguen sin hacer su trabajo, la ayuda jamás llegó para nosotros, y mi padre murió", dijo Miguel, con la mirada perdida pero semblante fuerte, con su pequeño primogénito en brazos, quien miraba el ataúd de su abuelo, sin comprender lo que ocurría.
A unas casas de ahí, un hombre miraba el velorio, mientras recogía los escombros de lo que una vez fue su hogar.
"Al menos el ahora descansa, porque quienes nos quedamos aquí estamos viviendo el mismo infierno. Se nos acaba la esperanza. Tenemos miedo", dijo, mientras bebía un traguito de aguardiente para mitigar el hambre y cansancio.