Margarito Escudero Luis
Hay una enorme distancia entre la gente de poder, adinerada y gobernante con el pueblo trabajador, al que no alcanza el salario que devenga cada quincena.
Por mucho que esperemos empatía entre aquellos y los otros, eso no sucederá, puesto que no existe nada en común, no hay una correlación entre lo que piensa, come y hace un personaje de la alta burocracia nacional, o del alto empresariado, con lo que hacen, comen y piensan los miles de trabajadores y desempleados de este país.
Por eso podemos ver como no hay sensibilidad ante el dolor y la tragedia de la mayoría, y pueden mostrarse ostentosos y presumidos, porque piensan de otra manera.
Para ellos y entre ellos, no tiene nada de malo exhibir una residencia súper lujosa; es parte de la competencia, es habitual en la clase dominante. Lo que digan los de abajo no importa, no cala; es más, los comentarios que vayan de abajo hacia arriba, serán catalogados como “igualados”.
Pero lo que sí pesa en el ánimo de esas personas, es que el asunto se ventile en las redes sociales y de ahí brinque a los medios de comunicación.
Y de pronto se ven tal como son y notan que no son bien vistos en el ánimo de otras sociedades y buscan disculpas que caen en lo grotesco.
Lejos de la realidad nacional, jamás se preocuparán por lo que pueda sucederles a los niños pobres, a los enfermos que no tengan acceso a un servicio médico digno, ni tendrán que padecer porque haya muchas familias sin nada que comer.
Lejos de su realidad, la mayoría de los ciudadanos, jamán podrán ver el problema en su justa dimensión.
UN PAÍS ENAJENADO
Porque tan enajenados están los gobernantes, en medio de su mundo de oropel, pagado con el dinero de todos, como los gobernados, jodidos por su apatía para entender que su situación se debe a su falta de acción, de organización y de lucha por mejorar y no a un castigo divino.
Perdidos en la falsa noción de que algún día podremos vivir como aquellos, en un sueño promovido y reforzado por la televisión, caemos en un letargo cuya única consecuencia es ahondar la pobreza en que subsistimos.
Pobreza de todo, de ideas, de ganas, de lucha, de trabajo, de preparación, de dinero, de comida, de lujos, de satisfacciones personales; pobreza total que los arrolla y nos enrolla.
Y desde el submundo donde estamos soñamos al decir “algún día estaremos así”.
Mientras, en el submundo de la riqueza desmedida, las preocupaciones son diferentes y no entran en ellas los problemas de los de abajo.
Allá, la vida puede moverse en función de la imagen que puede lanzar cada quién a sus congéneres, quedar bien con la gente que no se conoce, oler bien, vestir bien, comer bien, dormir bien, pues no hay nada que pueda evitarlo.
Por eso los de abajo perciben una falta de sensibilidad de aquella gente, para con los problemas que afectan a la mayoría.
Porque esa mayoría espera que aquella minoría llegue a resolverle los problemas, o a que, por lo menos, lleven herramientas y recursos necesarios para resolverlos.
Porque, desde este punto de vista, ese sería el deber de aquellos, porque así lo han hecho creer desde siempre, según la democracia en que supuestamente vivimos.
Pero no es así. Hay años de enseñanza que nos indican que no es así y, mientras las condiciones persistan como están, no será así.
O sea, que si siempre actuamos de la misma forma, lo más seguro es que siempre obtengamos los mismos resultados.
Si de verdad quisiéramos que nuestra jodida situación cambiara, tendríamos que cambiar nuestra forma de actuar, aunque se molestan aquellos y aunque en eso tengan que cambiar su forma de vivir.
Pero estamos tan atareados en verlos gozar de la vida y creer que “algún día” la gozaremos como ellos, que el tiempo pasa y cuando nos damos cuenta, ya es tiempo de pagar la renta, la luz, el agua, la despensa, los abonos, etc, etc, etc; y volveremos a maldecirnos por nuestra mala suerte de haber nacido en el bando equivocado.
Y con esa cómoda posición, dejamos pasar la oportunidad de reclamar lo que justamente nos pertenece por vivir en una nación donde (por lo menos en el papel) todos somos iguales y aquellos no tienen derecho a vivir su vida principesca, cuando millones de compatriotas sufren carencias abominables y peor aún, corren el riesgo de ser tratados como delincuentes, por estar en esa lastimera situación.