El canciller de Trump
Raymundo Riva Palacio
Sin perder el tiempo, el secretario de Estado en el gobierno de Donald Trump, Rex Tillerson, recibió una invitación de su contraparte mexicana, Luis Videgaray, para visitar México, por lo que este miércoles llegará para consultas bilaterales y un toque de cortesía, se espera, al presidente Enrique Peña Nieto. Tillerson vendrá con toda el aura que significa ser el canciller del país más poderoso del mundo, aderezado en este momento por un líder decidido a cambiar el orden de todas las cosas. Como casi todos en el primer equipo de Trump, Tillerson nunca había tenido un cargo público y viene del sector privado, cuyo último trabajo fue presidente de Exxon, una de las petroleras más grandes del mundo. Quienes lo conocen de tiempo saben que su interés se centra únicamente, en este orden, en Rusia, Canadá e Irán. Lo demás, era lo de menos.
México no está en sus prioridades estratégicas, según personas que lo conocen, aunque tampoco es distante. De hecho, mantiene una gran amistad con Emilio Lozoya, el primer director de Pemex en el gobierno peñista, despedido hace casi un año tras un largo enfrentamiento, paradójicamente, con quien ahora Tillerson tiene como su primer interlocutor, Videgaray. La última gran acción empresarial de Tillerson al frente de Exxon fue en diciembre, cuando en alianza con la francesa Total ganaron una licitación petrolera en México, donde invertirán más de seis mil millones para exploración y desarrollo de uno de los bloques en aguas profundas.
El petróleo es lo suyo. En una ponencia, en junio de 2012, en el Consejo de Relaciones Exteriores de Nueva York, la organización privada que reúne a los empresarios más ricos de Estados Unidos y a los exfuncionarios del gobierno estadounidense y líderes de opinión más influyentes en la política exterior, se refirió a la relación energética con México y Canadá. “Los tres países manejan sus recursos de manera distinta, pero los tres tienen una larga relación histórica en el libre comercio a través del TLCAN, y debido a él, tenemos una estrecha relación a través de sus economías y de las coinversiones. Y ciertamente, entre los tres hay una larga relación histórica en suministro de energía”.
En esa plática, Tillerson expresó su esperanza de que la relación con México se profundizaría gracias a la reforma energética, lo que abriría a Estados Unidos grandes oportunidades. La posición de Tillerson, aunque discrepa con la de Trump en libre comercio, siempre ha estado asociada a la idea de que la seguridad energética norteamericana forme parte central de las negociaciones trilaterales. La discrepancia de posiciones con su actual jefe expuso sus contradicciones durante la audiencia de confirmación en el Senado, cuando al admitir que comparte las preocupaciones de Trump en aquellos aspectos donde no hay beneficios para Estados Unidos, dijo que el libre comercio entre las naciones “es crítico para el éxito de nuestra política exterior”.
El discurso de Tillerson no es incendiario ni proteccionista ni reduccionista como el de su jefe. Cuando el senador de Nueva Jersey, Bob Menéndez, le pidió su opinión sobre el deseo de “aislar a México con un muro” y la retórica de Trump contra los mexicanos, respondió: “Yo nunca caracterizaría a todos los mexicanos con una etiqueta. México es un vecino confiable de mucho tiempo y un amigo de este país… Aunque probablemente tenemos diferencias en cuanto al reforzamiento de nuestras leyes de inmigración, aún necesitamos continuar cooperando con México en temas importantes de interés común, como el narcotráfico”.
Tillerson, por su conocimiento –aunque parcial– de México, puede ser considerado un aliado del gobierno peñista al compartir objetivos comunes y coincidir en que una buena relación es benéfica para los intereses de cada país. Su visita, sorprendente por la rapidez con la cual la programó, es una señal que puede ser vista con optimismo. No obstante, Tillerson llegará herido. Apenas la semana pasada, en uno de los múltiples arrebatos del presidente estadounidense, su propuesta de Elliot Abrams como número dos en el Departamento de Estado, aprobada después de una cordial plática del viejo halcón de la política exterior con Trump, se derrumbó cuando enteraron al jefe de la Casa Blanca de un viejo artículo donde lo criticaba. Trump no entiende de formas y desautorizó a Tillerson en la primera gran decisión que tomaba.
Tillerson no es un procónsul de Trump, y como su canciller, lo que diga y haga en Washington será valorado y tomado en cuenta. El problema con este notable y notorio revés de Trump a su canciller, es que le restó legitimidad, y dio fuerza a quienes en la Casa Blanca, como siempre sucede, buscan incidir más que el secretario de Estado en política exterior. Históricamente, la relación tensa e intensa se da entre el canciller y quien encabece el Consejo de Seguridad Nacional. Pero ahora, Tillerson tiene dos obstáculos más: el yerno de Trump y superconsejero –Israel, Medio Oriente y México los temas en donde más está involucrado–, Jared Kushner, y el jefe de estrategia de la Casa Blanca, Stephen Bannon, quien tiene la visión de que México es un Estado fallido y hay que actuar en consecuencia.
La tarea de Tillerson, por lo que a México se refiere, es traducir a Trump las razones por las que debería mantener el statu quo en la relación con México. El canciller de Trump entiende el valor de la sociedad, pero no se le ve la fuerza para imponer su visión en la Casa Blanca. Su visita es útil, pero no habrá que colocar en ella sola la restauración de la relación trilateral a como estaba, parece historia, hace 26 días.