29 de Noviembre de 2024

ALMA GRANDE

Sociedad deshumanizada

ÁNGEL ÁLVARO

Nadie sabe cómo empezó todo, pero sucedió. De repente nos dimos cuenta de que no era necesario hablar con nadie para obtener lo que necesitábamos. Pudiéramos haber perdido el habla y no nos hubiéramos dado cuenta.

Los precios de los alimentos tenían letreros, ya no era necesario saludar y peguntar cuánto valen los productos. Después se puso peor, en el supermercado ni siquiera le veíamos la cara al vendedor, sólo tomábamos lo que queríamos, pagábamos con la tarjeta y salíamos de ahí sin pronunciar una palabra. Ni un “gracias” decíamos, no había a quién decirle nada. Ni una sonrisa, ni un saludo. A eso le llamamos entusiasmados, modernidad. Nos decimos civilizados, modernos, actualizados.

Al subir al camión saludábamos al chófer, al pasar por el crucero de la esquina el policía se quitaba la gorra y decía el nombre del ciudadano o simplemente lo saludaba diciendo un simple “adiós vecino”. Éramos vecinos a la antigüita, pero muy humanos. La deshumanización llegó con el desarrollo y ahora nos vemos como enemigos.

Un personaje que era el eje de la economía, y ahora nadie recuerda, era el gerente del banco, quien autorizaba préstamos, firmaba cheques, decidía destinos de agricultores, pescadores, amas de casa, estudiantes y profesionistas.

En las ciudades pequeñas era el que salvaba vidas con un préstamo para una operación, o hacía feliz a una familia otorgando el crédito para una casa o un automóvil. El mercado interno de algunas poblaciones se movía gracias a estos personajes, que solían ser vecinos, amigos o hasta familiares de sus clientes, que saludaban cada mañana y ellos no tenían la necesidad de investigar la solvencia de quienes conocía de sobra. No había morosidad, y menos fraude. Se pagaba puntualmente y así los gerentes hacían crecer a la institución para la que trabajaban haciendo un bien a la sociedad. A veces tenían más autoridad que el propio presidente municipal y competían con el gobernador en cuestiones de poder.

La solidaridad era un hábito, ahora es un mérito. Los gerentes actuaban con nobleza en cada cliente, ahora éstos son ladrones o nacos para ellos, porque piensan que no tienen dinero, pobres que no son dignos de hablar con nadie que trabaje en un banco.

Nadie protestaba porque a pesar de las diferentes necesidades éramos iguales. Teníamos amigos, ahora tenemos seguidores. Hablábamos cara a cara, ahora nos enviamos mensajes; sonreíamos, ahora ni si siquiera nos vemos a los ojos. Nos abrazábamos, ahora sólo enviamos un monito por el celular. Nos queríamos, ahora sólo nos apreciamos.

El amor se ha mecanizado a grado tal que hay novios por internet, con planes de matrimonio entre personas que nunca se han visto. Lo absurdo cobró vigencia en nombre de una modernidad que no es propia de los seres humanos, pero que funciona con una inercia involuntaria, inconsciente, automática, como una ola de modas y novedades que terminan por fracturar a una sociedad enferma. Hasta desconocemos que nosotros mismos tenemos la cura a la progresiva deshumanización. A veces basta con una sonrisa y los monstruos se derrumban como si fueran de arena.

Cuando viajamos ya no disfrutamos lo que vemos o lo que vivimos, les tomamos fotos con el celular para que vean los demás dónde estuvimos. Para que a través de esas gráficas se note que hay diferencias sociales y unos pueden disfrutar de lugares lejanos y otros no. Nos hemos vuelto presumidos y sectarios.

La especulación inició con la modernidad que muchos atrajeron en su beneficio y la voracidad de quienes pudieron hacer un bien común se quedan con todo el pastel sin compartir una rebanada. Como si la vida les alcanzara para comerlo todo. Todo para el ganador, como sinónimo de progreso. La individualidad del poder y la discriminación de los demás. Los pobres y los ricos, los que decidían y los que obedecían. Si alguien salía de ese orden era castigado y entonces empezaron los poderes falsos.