Estados Unidos a un año de la insurrección
ESTEBAN ILLADES
Hace un año, Donald Trump todavía era presidente de Estados Unidos. El resultado de la elección de noviembre de 2020 era incontrovertible, a pesar de que una cantidad nada despreciable de estadunidenses creyera lo contrario.
Miles de ellos, convencidos por las palabras de un usuario anónimo de redes sociales, el infame Q, avanzaron sobre el Capitolio de Washington, D.C., la sede de ambas cámaras del Congreso y lo tomaron por fuerza.
Estos manifestantes, que hoy día se encuentran bajo proceso legal por sedición, fueron a Washington para detener a los senadores de su país, quienes estaban por certificar que Joe Biden había triunfado en la elección presidencial.
El resultado es de todos conocido: heces fecales en la oficina de un congresista demócrata, robo de documentos oficiales, y, quizás en la foto más circulada del día, un tipo vestido con piel de animal, que se hacía llamar “chamán”, en el púlpito del Senado.
Desde entonces el Congreso ha instaurado una comisión para investigar los hechos. Sin embargo, los representantes del partido Republicano, al cual apoyan quienes irrumpieron en el Capitolio hace un año, se han rehusado a participar. Una de sus miembros que sí lo ha hecho, Liz Cheney, representante por Montana e hija de Dick Cheney –vicepresidente de George W. Bush– ha sido excomulgada del partido, con todo y que sus posiciones en general –salvo ésta– corresponden al extremismo republicano de tiempos recientes.
La comisión ha revelado datos interesantes, como el hecho de que los conductores de Fox News, uno de los principales instigadores de la teoría del “fraude” electoral, se comunicaban en privado para intentar que la rebelión no llegara a mayores. Esto mientras, en público, clamaban a favor de los insurrectos. Un mundo donde lo que importa es el rating, no la cordura.
Por otra parte, desde ese 6 de enero la situación se ha agravado. Si bien a nivel federal el gobierno opera como lo hacía antes de Trump –en una especie de pantano legislativo en el cual ninguna agenda prospera debido a la división ideológica insalvable entre ambos partidos–, ese equilibrio es harto precario. Con las elecciones venideras este año –en las que se renueva la Cámara de Representantes–, es muy probable que el partido Republicano retome el control del Congreso y eso abra paso a la postulación de Trump, o alguno de sus familiares, para la presidencia en un par de años más. Quienes estudian la historia estadunidense vaticinan una posible erosión democrática insalvable en caso de que un Trump ocupe de nuevo la Oficina Oval.
No sólo eso. Debido a que son noticias procedimentales, de aquellas que aburren a los lectores, es poca la atención que se ha puesto a los cambios legislativos locales en materia electoral. Cuando los Republicanos intentaron hacerse de la elección que perdieron, una de las grandes trabas fueron las leyes. En términos llanos: los estados no podían dar sus votos a un candidato si los votantes se los habían dado a otro.
Por increíble que parezca, esto puede cambiar: en varios de los “battleground states”, o estados en disputa, aquellos que definen la elección presidencial, la ley ha sido modificada para que no necesariamente se respete lo que se conoce como la voluntad del pueblo: el estado lo puede haber ganado el candidato X, pero los electores –recordemos que el arcaico sistema estadunidense no opera por voto directo– pueden decidir que el candidato que mejor se alinea es el Y y por lo tanto le darán sus votos.
Distópico, sin duda. ¿Imposible? Ya no.
A un año de la insurrección del 6 de enero, las alarmas suenan en un continuo. Pero como el ruido nunca se detiene, hemos aprendido a vivir con él. Incluso a ignorarlo.
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