28 de Noviembre de 2024

OPINIÓN

La capacidad ociosa de los cárteles mexicanos

CARLOS SEOANE

La capacidad ociosa, llamada también capacidad excesiva, representa aquella porción de los insumos de una empresa o industria que no está siendo utilizada plenamente en la producción. En principio, puede ser expresada como la diferencia entre la producción máxima que se puede lograr con los recursos de que se dispone y la producción efectivamente alcanzada. La definición habla de una capacidad no utilizada a plenitud, subutilizada, o de una proporción de la capacidad instalada de la organización que no está sirviendo para propósitos productivos. 

Derivada de esta breve explicación es que entendemos el que un periódico imprima en sus prensas cualquier otro material gráfico una vez que el tiraje de su diario haya sido liberado o que un hotel de negocios, que está prácticamente vacío el fin de semana, ofrezca atractivos descuentos y paquetes especiales a los habitantes locales para hospedarlos un sábado y domingo con alberca, buena comida y servicios de spa. 

Esto viene a colación para explicar la muy desafortunada evolución (¿o debería decir mutación?) de los cárteles mexicanos hacia lo que hoy denominamos crimen organizado. 

Durante décadas, los narcotraficantes se dedicaron única y exclusivamente a diferentes actividades relacionadas con la cadena de suministro de drogas ilegales. Ya fuera siembra, trasiego, almacenaje, distribución, venta, importación o exportación de estupefacientes, esto era la actividad preponderante y prácticamente la única fuente de ingresos (millonarios, por cierto) para los cárteles. Y así se mantuvieron por muchos años, pero en algún momento de la primera década del presente siglo las cosas cambiaron. 

Los grandes (y no tan grandes) cárteles se dieron cuenta, precisamente, de su capacidad ociosa mientras no llevaban a cabo actividades enlazadas al narcotráfico. Esto es, contamos con una gran infraestructura consistente en casas de seguridad, bodegas, armas de alto poder, vehículos, malhechores de toda clase y autoridades en la nómina… ¿por qué no utilizar toda nuestra capacidad instalada para obtener ganancias adicionales, aunque no se relacionen al tráfico de drogas? Y fue entonces que esas organizaciones productoras del mal y la violencia se empezaron a diversificar llevando a cabo distintas actividades criminales, renunciando así a la subutilización de su infraestructura, esto, a mediados de la primera década del presente siglo.

Ahora, acorde al último reporte del Índice Global de Crimen Organizado publicado por la Iniciativa Global en Contra del Crimen Organizado Transnacional, este no es un fenómeno exclusivo de nuestro país, también se refleja a nivel mundial, en donde la trata de personas, el tráfico de armas, el tráfico de personas y los delitos contra la fauna y flora están prácticamente en la misma escala del comercio ilegal de cannabis, cocaína, heroína y drogas sintéticas.

La ubicuidad y la adaptabilidad del crimen organizado ha tenido un impacto profundo en nuestra sociedad. Los criminales desvían fondos que podrían usarse para proporcionar bienes y servicios, explotan los recursos naturales, se aprovechan de las vulnerabilidades de las poblaciones locales, alimentan la violencia y los conflictos. Al mismo tiempo, las actividades ilícitas pueden ser una fuente de “empleo alternativo” frente a oportunidades limitadas de trabajo legítimas. Los efectos del crimen organizado son multidimensionales y complejos. 

México cuenta con regiones plagadas de narcotraficantes y nuestras instituciones, marcos legales y mecanismos para combatir al crimen organizado son frágiles. Ya no solo es un tema de compra/venta de drogas ilegales y adicciones, el fenómeno representa una amenaza creciente para nuestra seguridad interior por lo que es necesaria una mucho mayor voluntad política para priorizar su combate.