24 de Noviembre de 2024

MALOS MODOS / Pinocchio, de Del Toro / Julio Patán

Columnas Heraldo

 

 

En efecto, la película es de un claro virtuosismo virtual por todas las razones que se quieran: la naturalidad de los movimientos de hasta el último de los personajes; la recreación de ese pueblo y esa iglesia llena de parches civilizatorios, acumulados siglo tras siglo, como es obligado en toda iglesia italiana de pueblo digna del nombre; el espanto viscoso y verruguiento de ese monstruo marino, llamémosle ballena; el aspecto luciferino de Count Volpe, el cirquero que funge como malo oficial en la historia, y por supuesto la atractiva fealdad de Pinocchio, ese pedazo tosco de madera, a fin de cuentas hecho en una briaga apocalíptica, con esa contrastante expresividad tan entrañable.

El Pinocchio de Guillermo del Toro es, sin embargo, más que un ejercicio de virtuosismo estético. Está, primero, ese equilibrio –tan de propio del director– entre el drama y casi el melodrama, la violencia desatada, el humor negro y la aventura, lo que habla, me parece, de un buen lector: ese equilibrio es el que distingue al Pinocchio original –aunque aquel muñeco es bastante más nefasto de origen que éste– y, más ampliamente, a casi todas las versiones originales de los cuentos infantiles clásicos, es decir, a los cuentos infantiles previos a la edulcoración editorial y cinematográfica del siglo XX –para nada es crítica: viva Disney. Está, enseguida, la presencia eficaz del fascismo mussoliniano, lo que le da a la película una carga digamos política, en efecto, pero también una nueva capa de sofisticación visual, y que, claro, conecta a Pinocchio con una parte importante de la filmografía de su director, de manera evidente con El espinazo del diablo, situada en la Guerra Civil española, El laberinto del fauno, ambientada en el horror franquista, y esa maravilla que es Hell Boy, la adaptación en dos partes del cómic de Mike Mignola, con el nazismo esotérico como encarnación del mal.

Y está, sobre todo, el protagonista. Pinocchio es una historia de aprendizaje, de crecimiento e iniciación, o sea –perdonen la mamonería– una Bildungsroman, y Del Toro la lleva con naturalidad, con verosimilitud y, antes que nada, de la mano de un personaje encantador, de veras bien trabajado, hiperquinético, ladilloso y atrabancado, pero lleno de esa fidedigna bondad ingenua tan difícil de conseguir en un guion.

Buena película, pues, para disfrutar con los escuincles, porque está concebida para espectadores con rasgos muy diferentes. Una sugerencia para terminar. Junto con la película se estrenó el documental Pinocchio de Del Toro. Cine tallado a mano. Es media hora dedicada a la elaboración de la película, muy recomendable: más allá de las minucias técnicas que describe, francamente asombrosas, es una inmersión en la mente del director, con la agradecible obsesividad que lo distingue.

POR JULIO PATÁN

COLABORADOR