El año comienza con menos frío de lo que esperaba y eso me inquieta. Siento que un destino fatal está próximo para toda la humanidad y que no hay nada que pueda hacer para evitarlo así que me pongo a limpiar frenéticamente para que el fin del mundo me agarre afanada. Primero el baño y la cocina. Tiro lo que no sirve, tallo con jabón y Ajax los mosaicos de ambos cuartos de piso a techo dos veces —la segunda con Windex para que brillen bonito— e intento evitar el estante de las especias, porque es ahí donde todo se convierte en pesadilla.
Cuando llega el momento inevitable abro uno por uno los frascos de las hierbas y aderezos para olerlos y sin piedad, arrojo a la basura con cierto placer y menosprecio a los que caducaron. Luego busco los que guardé en bolsas de plástico y los meto en un frasquito cristalino porque o-dio las especias metidas en bolsas, más aún si están cerradas con un nudo. Reúno los frascos de vidrio que quedaron libres y los lavo para juntarlos con los otros que he acumulado en los últimos años. Los dejo escurrir sobre una toalla y después los termino de secar con una manta de cielo para que queden perfectos. Si alguno tiene los restos de una etiqueta o de pegamento, les pongo un aceite especial que lo quita por completo y vuelvo a lavarlos, ahora con una fibra de metal.
Con la jabonadura restante lavo las tapas, no importa si estaban limpias, qué tal si no. Mientras tanto reflexiono sobre lo bonito que es el vidrio o en lo ridículo de su precio cuando lo compras solito, es decir, sin mostaza, mermelada o como el contenedor del producto principal porque, a veces con todo y eso te sale más barato.
Una vez que todas mis especias están guardadas como se debe volteo a mi alrededor sólo para notar que después de todas esas horas de trabajo mi casa y mi cocina están hechas un tiradero, pero que ahora poseo 25 envases y 45 tapas, mismas que guardo con recelo por acaso.
Reacomodo los estantes para ver en dónde pueden caber y nada, sólo me angustio más, pero me es inevitable porque este es uno de los rituales de mi yo disfuncional. Lo amo pero lo odio, me provoca tanto placer como sufrimiento y al final asumo que ese es mi destino…
Si fuera una Marcel Proust dedicaría mi primer columna de arte del año a describir el delicado placer que me provoca el sentir cómo se deshace entre la lengua y el paladar, un trozo de madalena remojada en té. En mi descargo he tomado mucho té en el proceso, pero mis reflexiones intelectuales se remiten a los productos de limpieza, a sus aromas, a los distintos que son entre sí, a lo bonito que lucen todos juntos, a la fidelidad que le profeso a algunos de ellos o a lo bueno que resultan el vinagre y el bicarbonato a pesar de estar fuera de onda. Siento culpa, sí, pero es debido a que fui bautizada sin que nadie me preguntara.
Al final de cuentas me dejo llevar por la inercia de mis pensamientos porque es un ensayo útil de lo que está por venir, porque estas consideraciones son las mismas que tengo cuando escribo sobre la cultura en general o el proceso creativo de los artistas.
Por eso recomiendo rendirse a la mundanidad los primeros días del año y sentir que ayudaste a toda la humanidad con tan sólo una solución de jabón, un desengrasante con amoniaco y la esponja de dos texturas que más te haga feliz.
POR JULEN LADRÓN DE GUEVARA