Nos frotamos los ojos frente al espejo de la historia, levantamos las cejas y decimos con toda preocupación. Nadie que se considere un demócrata podría querer que esas extravagancias dañinas se repitan
Sí, lamentablemente. Negarlo es tan grave como tratar de encontrar justificaciones a las hostilidades contra las instituciones democráticas. En las aulas de la Facultad de Derecho de la UNAM, en 1987, escuché decir -en clase de la especialidad del posgrado- al Don Ignacio Burgoa, al explicar la historia del Juicio de Amparo, con tono histriónico:
“(…)en el siglo diecinueve, en medio de las ocurrencias demenciales de Santa Ana [el controversial presidente Antonio López de Santa Ana] que hizo vestir a la Suprema Corte como a una orquesta y que impuso alcabalas sobre perros y ventanas(…)”.
Nos frotamos los ojos frente al espejo de la historia, levantamos las cejas y decimos con toda preocupación. Nadie que se considere un demócrata podría querer que esas extravagancias dañinas se repitan.
Y como no hablar de crisis republicana, cuando desde uno de los poderes públicos, -nada menos, del poder ejecutivo federal, en un país con una profunda tradición presidencialista- se emprenden embestidas hacia el Poder Judicial y a algunos organismos constitucionales autónomos y, se instrumentaliza al poder legislativo, cuya mayoría está sometida al titular del Poder Ejecutivo. Es inevitable recordar aquel pasado autoritario de un partido hegemónico que obedecía dócil y complaciente al Presidente de la República, era tan determinante el peso presidencial que le llevaban a resolver situaciones tan invasivas de la vida social francamente inexplicables: como escoger a “la flor más bella del ejido” o a la reina de belleza de algunos pueblos (en las festividades de carnaval).
Corría el 1995, después de aquel terrible 1994, la presión internacional exigía certidumbre para invertir en México y para confiar en los prestamos que fueron imprescindibles para sostener la economía. La realidad mexicana vista desde afuera era una plutocracia, un espacio dominado por un “hombre fuerte” que lo mismo hundía al país que lo ponía a flote. Un país con una economía grande y promisoria.
Ernesto Zedillo cumplió la promesa de campaña y envió la iniciativa de reforma constitucional para reivindicar el sistema de justicia y (así fortalecer el estado de derecho mexicano).
Zedillo propuso la Reforma integral del Poder Judicial, independencia de los jueces y calidad en la impartición de justicia, para garantizar el acceso a la justicia y el control judicial de los actos de autoridad.
Efecto de dicha reforma, se redujo el número de Ministros de la Suprema Corte, de 26 a 11 como estaba establecido en el texto original del artículo 94 de la Constitución de 1917, desaparecieron los Ministros supernumerarios; que los nombramientos de ministros a propuesta del Presidente fueran aprobados por mayoría calificada de la Cámara de Senadores; ministros con mandato de 15 años y su sustitución escalonada.
Que la Suprema Corte pudiera resolver con efectos generales controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad.
La reforma Zedillo afirmó a la Suprema Corte como Tribunal Constitucional. Con la creación del Consejo de la Judicatura Federal, se liberó a la Suprema Corte de perder tiempo en las cuestiones de gobierno y administración de los tribunales federales inferiores.
Gracias a esos mecanismos, la SCJN, se puede convertir en un poderoso dique a las ambiciones legislativas de un presidencialismo desbordado que considera que su palabra es la ley.
POR FRANCISCO ACUÑA LLAMAS