El imperio de horror del clan Jiménez Rodríguez se mantuvo en pie durante 257 meses. Desde enero de 1997, tres hermanos sacaron de sus casas en México a cientos de mujeres, las hicieron cruzar el Río Bravo y las empujaron a Nueva York, donde sus cuerpos eran rentados a hombres que se estimulaban con su dolor. Melissa, Marcos y Leonardo hicieron de su familia una de las más infames en Tenancingo, Tlaxcala, el pueblo conocido como “el semillero de padrotes”. Juntos perfeccionaron un modus operandi que aprendieron otros criminales: prometer amor y trabajos pagados en dólares en la Unión Americana sólo para meter a sus víctimas en casas de seguridad, donde eran torturadas si no cumplían una cuota de violaciones para la satisfacción de sus clientes o si intentaban escapar.
Los Jiménez Rodríguez eran una máquina criminal que recorrió por 21 años la ruta Tenancingo-Nueva York, un punto de ida y llegada para miles de mujeres desaparecidas en México y atrapadas en redes de trata de personas. Se volvieron millonarios y acumularon poder sentados el dolor de madres y padres buscadores de sus hijas ausentes. Pero el imperio comenzó a desmoronarse en mayo de 2018, cuando Melissa, de 41 años, fue detenida en Estados Unidos. El siguiente en caer fue Marcos, el mayor. Y en mayo del año pasado, gracias a una investigación llevada a cabo por autoridades federales mexicanas y el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Leonardo fue arrestado.
Para terminar por fin con el clan Jiménez Rodríguez, el 7 de enero pasado las autoridades mexicanas extraditaron a Leonardo hacia Estados Unidos, donde una corte federal en Nueva York lo espera con seis cargos, como tráfico con fines sexuales y tráfico de migrantes indocumentados. Los mismos que caerán sobre Melissa y Marcos y que les dará una pena tan dura como una cadena perpetua.
Pero con el derrumbe de los hermanos criminales no se termina la larga noche de la trata de personas y las 8 desapariciones diarias de niñas y mujeres en México. Se necesitan políticas públicas lideradas por personas con fuertes convicciones para, literalmente, cerrar el paso a quienes caminan la ruta Tenancingo-Nueva York.
Hace unas semanas tuve la oportunidad de reunirme con oficiales de la Patrulla Fronteriza en Eagle Pass, Texas, del otro lado de
Piedras Negras, Coahuila y observar de primera mano los esfuerzos para frenar a polleros y tratantes que bajo el membrete de distintos cárteles hacen negocios sucios con las niñas y mujeres más vulnerables de mi país.
El viaje que compartí con la periodista Sara Carter y las senadoras Cindy Hyde-Smith, Katie Brit y Marsha Blackburn me convence
de que, si queremos rescatar a más mujeres como las que murieron y sobrevivieron al clan Jiménez Rodríguez, necesitamos poner
encima de los intereses personales la vida de las víctimas, privilegiar el trabajo bipartidista y sacar adelante iniciativas como Safe Girl ACT y debatir con urgencia la pertinencia de tener fronteras seguras y una migración ordenada con perspectiva de derechos humanos.
Si no lo hacemos, faltaríamos a la necesidad moral de darle un sentido a las víctimas del clan Jiménez Rodríguez. Y a la obligación cívica de acabar ya con el drama fronterizo que engulle a nuestras hijas.
POR ROSI OROZCO