La oposición en México tiene la esperanza de que Donald Trump erija una barrera de contención para la aplanadora institucional del gobierno mexicano. Imaginan que Trump y su equipo de política exterior, encabezado por Marco Rubio como secretario de Estado, sin duda la persona con mayor experiencia en América Latina en ejercer ese cargo en la historia moderna de Estados Unidos, advertirán el deterioro de la democracia mexicana, la impartición de justicia, la división de poderes e insistirán en una suerte de corrección inmediata. Saben, por ejemplo, que Rubio ha sido muy crítico del gobierno anterior y tiene, junto con Trump y el resto del círculo cercano, diferencias ideológicas reales y profundas con el movimiento que hoy gobierna México.
De ahí que la oposición haya recibido con optimismo el nombramiento de Ronald Johnson como embajador de Estados Unidos en México. Apuntan a la experiencia de Johnson en inteligencia, seguridad nacional y conflicto armado para sugerir que marcará de entrada un contraste muy claro con Ken Salazar, el embajador de Joe Biden, que se encargó de proteger los intereses específicos de su gobierno, sobre todo en materia migratoria.
Johnson, suponen, será diferente. Lo mismo que Trump.
Puede ser que tengan razón, pero solo en los asuntos prioritarios para Trump. Es previsible que Johnson exija un viraje en la estrategia de seguridad en México. A Trump le gusta el espectáculo y durante mucho tiempo consideró la posibilidad de regalarle a su electorado imágenes de incursiones unilaterales en territorio mexicano para detener, al estilo Hollywood, a grandes capos de la droga. Eso está en las cartas ahora. Eso, y medidas menos espectaculares pero muy distintas al “dejar hacer, dejar pasar” del sexenio pasado.
También es prácticamente un hecho que México reforzará su estrategia punitiva contra los migrantes. Desde su obsesión con la imagen, Trump no tolera las caravanas hacia el norte, que interpreta (y lo ha dicho una y otra vez) como una suerte de invasión suave de Estados Unidos. Es una interpretación mentirosa, nativista y racista, pero eso importa poco en el contexto actual. Johnson llega con la encomienda de apretar México en función migratoria y seguramente lo va a hacer.
Lo que no va a hacer es lo que la oposición espera.
Lo más probable es que, si el gobierno de Claudia Sheinbaum coopera en lo que se espera que coopere, el embajador Johnson adoptará muy rápidamente el modelo Salazar. Y lo adoptará porque ha sido también el modelo Johnson.
Así lo indica su experiencia en El Salvador.
Johnson llegó a El Salvador al principio del gobierno de Nayib Bukele. Muy rápidamente puso en la mesa una serie de exigencias en materia migratoria y de control de la criminalidad. Encontró en Bukele a un socio entusiasta. Bukele aprovechó el respaldo del embajador para poner en práctica medidas punitivas que redujeron radicalmente la criminalidad en el país. Para alcanzar ese logro, Bukele atropelló derechos humanos hasta donde ha querido.
De eso, el embajador Johnson no dijo nada.
Johnson tampoco dijo nada cuando Bukele aprovechó su popularidad para perpetuarse en el poder y garantizar la permanencia de su proyecto. Lo que importaba al embajador de Washington era que Bukele hiciera lo que se requería de él en función de la agenda estadounidense. Lo que hiciera Bukele con su país era cuestión de Bukele.
Johnson y el presidente salvadoreño llegaron a tal entendimiento que consolidaron una amistad. Antes de que se fuera de El Salvador, Johnson recibió la Orden Nacional José Matías Delgado en el grado Gran Cruz Placa de Plata y se convirtió en la primera persona en recibir la Gran Orden Francisco Morazán, la mayor condecoración otorga el gobierno salvadoreño.
Ese es el escenario más probable en México. Johnson llegará a la embajada con la encomienda de exigir el cumplimiento inmediato de la agenda prioritaria para Trump. Pero, de ahí en fuera, es muy poco probable que Washington se inconforme con la erosión institucional y democrática que se vive en México.