23 de Noviembre de 2024

¿Qué más?     

 

La ventaja del populista

Luis de la Calle

Las grandes crisis económico-financieras, como la de 2008-09 en Estados Unidos y la posterior bancaria y de deuda soberana en Europa, tienen duraderas consecuencias político-sociales que cuestionan el modelo económico que debe seguirse. Es normal que así sea. Lo es también que gobiernos y políticos traten de desviar la culpa a otros y no a sus propias acciones. La profundidad de la crisis, la letárgica recuperación y la culpabilidad confusa de sus causas son terreno fértil para el crecimiento y popularidad del populista.

Estas crisis generan alta disrupción, programas de rescate y tentación populista. A cada crisis sigue su Fobaproa y a Fobaproa, su AMLO. A Lehman, le sigue TARP (el masivo programa de rescate) y a TARP, Trump, y Sanders. Y a la troika, Syriza, al ajuste, Podemos y, al corralito, Kirchner.

El populista se distingue por su habilidad de leer los temores del público, expresarlos en pocas palabras e identificar un culpable, externo si posible, al que atacar y culpar. Resume la situación en pocas palabras, en frases asertivas que apelan al sentido común y propone soluciones que implican costos para otros.

Entiende que en política importa mucho más lo que la gente oye, que lo que uno dice, y lo explota con éxito cuando el electorado está sujeto a temores asociados a crisis o cambios. Es lo que le permite avanzar en los debates y lo hace casi inmune a la falta de profundidad o veracidad de sus pronunciamientos.

El populista es siempre producto de los medios de comunicación y surge en el principal mercado mediático. Donald Trump no tendría ninguna oportunidad si fuera un populista de Wichita: el éxito descansa en su posicionamiento mediático en Nueva York por varias décadas. Primero como mercadotecnia para crear una marca y operar en el dudoso sector de bienes raíces; luego, como celebridad televisiva y ahora como candidato. Siempre con el objetivo de hacer dinero y gastar el de otros.

Sin embargo, algunos de los medios que hicieron de su personalidad un culto, acaban criticando, aunque sea parcialmente, al populista por la incongruencia, debilidad y superficialidad de sus posiciones. Éste siempre reacciona tachándolos de sesgados, se queja de que lo ignoran (aunque reciba mucha mayor cobertura que sus oponentes gracias a los raitings) y se presenta como defensor ante los poderes fácticos. Este patrón se aplica a Trump, a Cristina Kichner, Silvio Berlusconi y muchos más.

En Estados Unidos, el populismo apela a los temores de seguridad y económicos para culpar al comercio internacional y la inmigración de las dificultades que experimenta su economía y el impacto laboral de la digitalización. La gran recesión ha sido profunda y la recuperación mucho más lenta que las otras anteriores, lo que permite el florecimiento de propuestas (cerrar la frontera a importaciones, sellarla a inmigrantes y expulsar a trabajadores ilegales) que aparentan no tener costos y prometen beneficios.

El diagnóstico es erróneo y las propuestas de solución más aún. Para gobiernos, otros candidatos, medios de comunicación, analistas, comentaristas y la sociedad en general no es fácil ganar el debate a un populista decidido y que apela a preocupaciones válidas de segmentos importantes de la población. Su comunicación es contundente y entendible: “los mexicanos nos están comiendo el mandado”, “México pagará el muro”, “el comercio destruye empleos”, “la culpa la tiene el Fondo Monetario Internacional”, “Angela Merkel quiere controlar Europa”, “la mafia del poder”.

Es difícil contrarrestar frases de segundos con argumentos elaborados y reflexiones pausadas. Lo es mucho más cuando la clase política y la comentocracia parecen avergonzadas de defender un tema y transmiten al público una inseguridad que aprovecha el populista y cuando el éxito en esta era digital depende de convencer al público y no sólo a las élites. El libre comercio es un buen ejemplo de esto.

El gobierno de Estados Unidos, la mayoría de los demócratas y un número creciente de republicanos consideran al libre comercio tóxico y pretenden defenderlo con eufemismos y discursos que eviten decir, sin ambages, que es positivo. El presidente Obama, por ejemplo, termina su mandato con el Acuerdo Transpacífico (TPP por sus siglas en inglés) pero en lugar de presentarlo como es, reflejo del atractivo de anteriores acuerdos de libre comercio y un cambio con respecto a su propia retórica como candidato, lo hace diciendo que éste sí es bueno. El discurso de Hillary Clinton es peor aún: a pesar de decenas de testimonios a favor del TPP cuando era secretaria de Estado, ahora se pronuncia en contra por lo que “hasta ahora he visto”. La posición del sector privado se pliega también a lo políticamente correcto y recomienda discreción al hablar sobre los beneficios del comercio.

El escenario ideal para el populista: pocos o nadie dispuestos a hablar a favor del comercio o la inmigración y confrontar afirmaciones que hacen un profundo daño no sólo a los países en desarrollo que necesitan ambos, sino al propio Estados Unidos etiquetado como país de inmigrantes y promotor del libre comercio. Paul Krugman tiene razón cuando argumenta que hacer caso a los candidatos en materia comercial sería tremendamente contraproducente para los países pobres (1).

Al populista se le gana el debate aprendiendo de él: Trump se ufana de decir las cosas como son y no sujetarse a lo políticamente correcto. Para defender al comercio o a los inmigrantes se debe hacer lo mismo y afirmar con convicción que contribuyen al bienestar. Cuando el electorado observa un cambio frecuente en posiciones o una defensa con asegunes, termina no convencido y se decanta por el mensaje creíble.

Quizá valiera la pena defender sin ambigüedad a la inmigración (de centroamericanos, otorgando 100 mil visas para trabajar aquí y mexicanos a Estados Unidos, abogando por sus derechos) y al libre comercio (mostrando sus beneficios para ambos países) para portar mejores etiquetas que suban el costo al populismo, externo y propio.

@eledece