Sergio López Ayllón
Este 18 de junio entrará en vigencia en todo el país el nuevo sistema de justicia penal. ¿Qué significa y por qué importa para nuestra convivencia cotidiana?
El sistema de justicia penal estaba roto. Funcionaba muy mal, respondía a una concepción autoritaria y no había manera de repararlo. Todos los indicadores, nacionales e internacionales, lo mostraban contundentemente. Hace ocho años se modificó la Constitución para cambiar el modelo. Es una de las reformas más radicales, importantes y audaces que ha emprendido el Estado mexicano, que implica modificar el paradigma de la función de la justicia penal: de uno que la identifica con la cárcel a otro en el que la justicia se relacione más con la resolución de los problemas que originan los delitos. Ello no excluye el castigo, simplemente lo desplaza.
El cambio implica reconstruir el corazón del Estado de derecho, que es encauzar —mediante el debido proceso— el uso de la fuerza para preservar el orden social. Pero también se trata de acabar con los abusos generalizados que afectan a todos quienes se acercan a la justicia penal y generar confianza en las instituciones de procuración e impartición de justicia. De mejorar la calidad de las investigaciones criminales para darles credibilidad. De mostrar que el sistema es capaz de operar con imparcialidad y que puede procesar a quien sea, sin excepciones.
El reto de implementación era enorme. No se trataba sólo de crear los “juicios orales”, como rezaba cierto argumento retóricamente útil, pero que simplifica la profundidad del cambio. Construir un sistema penal acusatorio implica transformar el marco institucional, los procedimientos y la cultura de las policías, los ministerios públicos, los jueces, los defensores de oficio y los abogados. Si cualquiera de estos eslabones falla, entonces el conjunto del sistema no funciona. Por ello, la Constitución estableció un periodo inusualmente largo de ocho años para transitar al nuevo sistema.
El tiempo pasó rápidamente y poco se hizo. A pesar de los esfuerzos desarrollados en los últimos años, el país en su conjunto no está preparado para operar bajo las nuevas reglas. Los retos y las limitaciones están documentadas por los estudios existentes, tanto el oficial (Setec) como el de algunas organizaciones de la sociedad civil (CIDAC). Ahí se muestran los resultados de querer cambiar rutinas y procesos con mera retórica, sin planeación ni sistema, con dinero (mal gastado) y mucha improvisación.
Durante los próximos años enfrentaremos un escenario de alto riesgo. El nuevo sistema funcionará en un marco inacabado e inestable y seguramente habrá fallas, algunas graves. Peor aún, debe operar en medio de la crisis de seguridad pública que enfrenta el país. Eso incrementa el grado de dificultad.
Pero no nos equivoquemos. La reforma era indispensable. Establecer el sistema acusatorio es la dirección correcta. Si bien formalmente el sistema marcha en todo el país, la implementación ha fallado en varias dimensiones. Exigir que el sistema opere bien en el corto plazo o pedir que resuelva el problema de la seguridad pública es ingenuo, por decir lo menos.
No es tiempo de celebrar sino de redoblar esfuerzos: perseverar, profundizar, medir, rectificar y corregir. Aprovechemos las lecciones aprendidas y avancemos con prudencia, con información (hoy escasa y de difícil acceso), evaluando constantemente y reconociendo con humildad que es mucho lo que tenemos que hacer. No nos dejemos atrapar por la retórica fácil, ni la de quienes afirmarán que todo está bien, ni la de aquéllos que anunciarán el fracaso del modelo y pedirán volver al sistema que sabemos no funciona. Exijamos sí un esfuerzo serio, transparente y comprometido que marque el rumbo de cambio que necesitamos.