José Antonio Crespo
El padre del multiasesino Omar Mateen dice que fue la homofobia de su hijo, más que su fundamentalismo islámico, lo que lo movió a realizar la masacre de Orlando. Quizá, pero ambas explicaciones podrían ser ciertas; no son excluyentes.
Omar pudo haber aprendido su presunta homofobia del Corán que, al igual que el Antiguo Testamento judeo-cristiano, la fomenta de manera implacable y violenta (el homofóbico no nace; se hace). Mateen escribió en su Facebook: “Los musulmanes de verdad nunca aceptarán las asquerosas formas de Occidente”. El Islam —como el cristianismo— heredó su homofobia de la Biblia. Dice el Levítico que los homosexuales “han cometido una abominación (y) deben ser penados con la muerte”. Pero también en la Biblia se encuentra la idea de una “limpieza” de homosexuales, avalada por Jehová. Narra que el rey Asa “hizo lo recto ante los ojos de Jehová… porque quitó del país a los sodomitas”. Y después de él, su hijo Josafat “barrió también de la tierra al resto de los sodomitas que habían quedado en el tiempo de su padre Asa”. En los evangelios no se menciona la homosexualidad, pero la Iglesia tomó del Antiguo Testamento su homofobia y la integró en su canon. Por ello, no es raro que quienes cometen crímenes de odio piensen que hacen la voluntad de Jehová-Alá, que abomina a esas personas. Un funcionario de Jalisco escribió que “esos gay recibieron su castigo, gracias a Dios”. Como en los buenos tiempos de la Inquisición.
Pero el problema no es sólo la homofobia social, sino que aún hay lo que podríamos llamar homofobia institucional. Son varios los Estados donde la homosexualidad se sigue penalizando con cárcel e incluso con muerte (por ahorcamiento, lapidación o enterramiento, como en la época de Mahoma). Varios dirigentes de países occidentales expresaron su protesta por la masacre de Orlando, pero debieran mantenerla en la ONU para que todos los Estados miembros respeten los derechos básicos de sus poblaciones. En México se debilita dicha homofobia de Estado, pero persiste vigorosa la homofobia institucional en las iglesias cristianas (protestantes y católicas), que tienen aún gran influencia sobre millones de mexicanos. Lo vimos nuevamente con la reacción de la jerarquía católica frente a la iniciativa de Peña Nieto en favor de las parejas homosexuales, y su tesis de que eso explica la derrota de ese partido. No lo creo. En Veracruz, sólo 4% votó por esa razón (GCE). Pero lo importante es denunciar esa fuente institucional de homofobia —que fomenta el rechazo, el escarnio, la discriminación— influyendo a amplios sectores. ¿Cuántos mexicanos habrán lamentado, como otro funcionario jaliciense, que los muertos de Orlando hubieran sido sólo 50 en lugar de cien (por lo menos), en la lógica bíblico-islámica de “limpieza social”? Cabe recordar, en todo caso, que México es uno de los países con mayores tasas de crímenes de odio, según cifras de la Organización Mundial de la Salud. Si no atraen la atención, es porque ocurren poco a poco y no de golpe.
Justo es reconocer las excepciones dentro del clero, pero ese es el problema; que son excepciones. Una de ellas es el papa Francisco y en México lo es el padre Alejandro Solalinde, quien hace poco comentó sobre sus colegas clérigos: “Ellos sacan textos del Antiguo Testamento para condenar a los homosexuales, como si Cristo estuviera pintado… (Jesús) no excluye a nadie en los evangelios. Tenemos que seguir al Jesús de los evangelios, no al Jesús oficial, porque él nos ama como somos”. La Iglesia prefirió la homofobia de Jehová en vez de la prédica comprensiva de Jesús; ambas doctrinas son excluyentes. El caso es que los crímenes de odio están siendo alimentados, así sea de manera indirecta, por la homofobia clerical, mientras sus jerarcas encubren la pederastia eclesial (incluyendo a varios papas). Los encubridores son los primeros en denostar, con dedo flamígero, a la comunidad homosexual. Recuerdan a los fariseos, más que a Jesús.