Mario Melgar Adalid
La vieja idea de que las estadísticas son el arte de mentir con números es una mentira. Las cifras sirven para todo. En política están de moda las mediciones de preferencias, supongo en base a modelos y fórmulas matemáticas que dan una idea de cómo va un funcionario, o probable candidato. El deporte que mejor se acomoda a las estadísticas es el beisbol. Todo lo que ocurre en el diamante se puede expresar en guarismas: porcentaje de bateo, de carreras limpias admitidas, ponches por entradas, jonrones en una temporada, bolas y strikes lanzados en un juego, en fin todo lo imaginable.
El indicador más conocido es el porcentaje de bateo: las veces al bat entre los hits da un porcentaje. Los mejores bateadores son los que alcanzan .300, lo que significa que en diez oportunidades se acertó en tres. En ningún deporte se permite tal margen de error. En el futbol, a un jugador que de diez oportunidades de penalti falle siete, no le permitirían jugar, ni con la selección mexicana.
Esta seudocrónica deportiva va dirigida a considerar el porcentaje de bateo del presidente Peña Nieto. Si calculamos las oportunidades de bateo tendríamos que dividir éstas entre las fallas (rolitas fáciles, elevaditos y ponches) y los aciertos (sacrificios, hits sencillos, dobles, triples y hasta jonrones). Hay que admitir que el presidente falla mucho más que acierta. La imagen inicial del gobierno, con el único jonrón que ha dado (el Pacto por México), se ha desdibujado.
El reciente desempeño del presidente Peña Nieto en la Cumbre de los Líderes de América del Norte, conocida como la de los “Tres Amigos”, fue motivo de una despiadada crítica, dentro y fuera del país, que nadie pudo detener, pero que es explicable. A juzgar por los videos que inundaron las anónimas redes sociales, el presidente trastabilla, pierde el paso, no sabe a quien darle la mano, ríe nervioso, tiene la mirada extraviada. Obama y Trudeau lo hacen visiblemente a un lado y el primero hasta lo corrige en público, sin que nuestro presidente replique. Había argumentos para hacerlo: con que hubiera distinguido entre lo que es populista y lo que es popular, no estaba tan difícil. El papel del presidente frente a sus dos homólogos norteamericanos, fue el de un mal tercio.
Las explicaciones: que si es la baja estatura; que si es el errático inglés presidencial; que si la ausencia de carisma; que si por la incomodidad de estar fuera de su atmósfera de seguridad.
Me parece que ninguna de estas razones, aunque existan, explican los desatinos. Los presidentes mexicanos tienen un sello que les ha impuesto la historia. A Juárez fue el respeto al derecho; a don Porfirio “mátalos en caliente”; a Cárdenas la expropiación petrolera; a Díaz Ordaz Tlaltelolco; a López Portillo la colina del perro; a de la Madrid el terremoto de 85; a Salinas “ni los veo ni los oigo”; a Zedillo “no traigo cash”; a Fox “y yo por qué”; a Calderón los muertos de la narcoguerra.
A Peña Nieto la Casa Blanca.
Otra sería la gestión presidencial sin la Casa y el pésimo manejo del conflicto de interés que generó. Otro el derrotero de la imagen y rumbo del país. El presidente está más allá de la mitad de su gestión, va como en la quinta entrada de un partido de beis. Lo bueno es que tiene todavía dos o tres turnos al bat. Lo malo es que irá a batear con dos strikes sin bola y en esas condiciones lo más seguro es que lo ponchen sin tirarle. Claro, como decía Casey Stengel, el partido no se acaba hasta que se acaba.
El beisbol es solo un juego, pero la cuestión pública afecta profundamente a todos, jugadores y espectadores, a una nación entera que preferiría ver a su presidente ganar el juego.
Twitter: @DrMarioMelgarA