Máquina de escribir
Mónica Lavín
Estábamos en Taxco, frente a los becarios de cuento del Fonca y uno de ellos preguntó si habíamos escrito algún libro en máquina de escribir. Lo preguntó con ganas de que alguien contestara que sí. Yo, desde luego.
Mis primeros libros de cuentos fueron escritos en máquina, y aún siento nostalgia del sonido y las operaciones: meter el papel, darle vuelta a la perilla que hacía que emergiera la hoja blanca frente al carrete, sujetarla con una varilla que era regla y pulsar teclas con las dos manos, como frente al piano, hasta llegar al final de la oración, dar a la manivela y saltar el renglón. Una partitura sonora acompañaba al texto. Liberar y extraer la hoja cuando se llegaba al final, el corrimiento de rieles era la diana para la conclusión de la cuartilla. El acto de escritura excluía los demás ruidos. Se estaba frente a una máquina, como en una fábrica, nada más que había magia: un aparato ponía en blanco y negro (también rojo) lo que estaba en la cabeza, en la imaginación. Y lo hacía público, a diferencia de la escritura a mano en una libreta, que tenía un carácter íntimo. Lo volvía pieza tangible, para otros. La máquina conectaba la invención con el exterior. El tipo de letra, único por cierto, con sus patines y su redondez, hacían de ese caldo de imaginación, un objeto ordenado y puesto a disposición de otros ojos. La escritura a máquina resultaba mucho más física que la que ahora hacemos en teclados y procesadores. Porque la tecla se pegaba o se enredaba con otra, porque los dedos se manchaban de la tinta de un listón, porque cuando palidecían las letras había que cambiar el carrete, negro o bicolor, porque los papeles con errores se hacían bolita y se tiraban al cesto, porque las hojas se apilaban lentamente, haciendo gala de la abundancia de lo contado. Pulsar con fuerza las teclas sonaba con un ritmo metálico y acolchonado, o quizás siendo más precisa como la descripción que hace el protagonista del corazón del viejo que acaba matar en el cuento de Poe: como un reloj entre algodones.
Máquina, la propia palabra pertenece a otra época, la decimos en español, no la abreviamos y la nombramos por su obvia utilidad. La película francesa Populaire, de Regis Roinsard, nos advirtió de los concursos de mecanografía que se daban a gran escala en los 50, eran las mujeres quienes participaban, y basta verla para escuchar el traqueteo eficiente y veloz y las hojas que sin errores se acumulan vaticinando una ganadora. Sí, me tocó la máquina de escribir antes de mudar en los 90 a la escritura en computadora. Tuve clases de mecanografía en la prepa. Y todo escritor que yo admirara era una persona frente a ese artefacto del que emanaban novelas y cuentos. Mi vecino del piso de arriba en una breve estancia en Los Ángeles (todavía como bióloga) era escritor de televisión, durante el día discutía la trama con su colega italiano, durante la noche me arrullaba con el tecleteo constante. Me daba la certeza de su presencia y la curiosidad por su trabajo trasnochado. Añoraba estar frente a la máquina, con mis cuentos.
Descubrí el placer de ello en la oficina de mi padre. Cuando niña me sentaba en su escritorio y, seguramente después de darme instrucciones, me dejaba usarla. A mis siete años la mesa me quedaba alta, pero me las arreglaba para escribir los anuncios que inventaba para el negocio familiar (mi madre tuvo a bien guardar una copia). Encima del escritorio de mi padre había tres objetos que me fascinaban: la sumadora llena de pequeños botoncitos, la máquina de escribir y una foto mía de bebé con juguetes alrededor, que me hacía sentir orgullosa de estar en un espacio serio: el trabajo. Por eso nuestros juegos de niñas mudaron de la escuelita a las oficinas. Yo quería usar la máquina de escribir portátil que tenía mi padre en casa.
Algunas noches o fin de semana, no lo sé, recuerdo la espalda de mi padre y el humo del Raleigh mientras él escribía en la Olivetti verde y el cigarro descansaba en el cenicero. Era como espiarlo, como descubrirlo soñando, ahí en silencio con el traqueteo y los papeles que salían secretos de aquella máquina cómplice. Mi padre era la máquina de escribir, el mundo de sueños al servicio de cierta lógica, trabajo, sonido y la incertidumbre de su destino.