Héroe vestida
Álvaro Enrigue
Es una historia que regresa cada tanto a mi cabeza: si nos sujetamos a la evidencia forense, el teniente general Mariano Matamoros y Guridi, héroe de la toma de Oaxaca, vicario de Pachuca y cura de Jantetelco, era una señora. No es del todo improbable: Carlos María Bustamente, que lo conoció, lo describió como “un hombrecillo delgado, rubio, de ojos azules, picado de viruelas, (con la) voz gorda y hueca”, una descripción que podría cuadrar con una guerrera, travesti y criolla, de un bar punk la Zona Rosa. El problema con la historia es que la tendría que haber escrito Jorge Ibargüengoitia y no yo, pero la muerte no tiene remedio —todo lo demás, al parecer, tampoco.
La escuché por primera vez en boca de Juan Manuel Argüelles, uno de los mejores conversadores que conozco, investigador en Antropología Forense del INAH —un oficio entre esotérico y rulfiano: su trabajo es hacer hablar a los muertos. Cuando en vísperas de las celebraciones del Bicentenario se abrieron las urnas de la Columna de la Independencia, resultó que los huesos de Mariano Matamoros —que fue un buen cura, un soldado valiente y firme y un estratega fundamental del ejército insurgente— eran de mujer. El informe oficial, publicado en el primer tomo de Los restos de los héroes en el Monumento a la Independencia, de Carmen Saucedo Zarco, es de una claridad meridional: “Los huesos corresponden a una mujer de entre 40 y 45 años de edad que padecía osteoartritis, medía 1.51 m, realizaba tareas pesadas, como cargar y moler en metate, observable en sus vértebras dorsales y en las rodillas. Debe haber padecido una enfermedad del aparato circulatorio en las piernas, pues las venas dejaron su huella en las tibias y peronés.”
La idea de que el teniente general Matamoros hubiera sido una sor Juana radical, que se hubiera vestido de hombre para atender el bachillerato y le hubiera gustado tanto que se hubiera quedado en ese traje para hacer vida de caballero es perfectamente posible: se ordenó tarde, a los 26 años y era chilango: la Ciudad de México siempre ha sido tierra de costumbres laxas y sexualidades sabrosas. Además de que la descripción del cuerpo podría ser el de una mujer que hizo vida de hombre, cuya espina quedó marcada por la actividad intelectual: no el metate, sino la biblioteca y el escritorio. Por no hablar de la sotana, que fantamagoriza el género y convierte a su portador un pudor intocable.
Existen, además, testimonios de la última hora del teniente general, también citados por Carmen Saucedo Zarco, debido a que la inhumación de su cuerpo en 1823 con el objeto de llevar sus restos a la Catedral Metropolitana requirió un expediente legal. Dos de los tres testigos que presenciaron el fusilamiento del cura de Jantetelco y luego atestiguaron su exhumación, señalaron que avanzó al paredón vestido con “un pantalón amarillo con sobrebota de cordobán y botonadura amarilla”: un atuendo con tanta pompa que hoy sería un triunfo en la noche londinense.
No pertenezco al género de los escritores que sufren: mi trabajo me encanta y es cuando estoy dando clases, atendiendo trámites, o promoviendo un libro que la vida me parece un sitio que está de subida. Aún en ese contexto, el de un novelista sobre todo feliz, pienso que escribir la historia de Mariana Matamoros sería una fuente inagotable de alegría: la juventud confusa en la Ciudad de México glamorosa, puerca y salvaje del fin del periodo colonial, el hallazgo de la saliva y el sexo de crinolina contra crinolina detrás de las cortinas de los salones, la impostación de la voz “gorda y hueca” en las aulas de la Pontífica, las noches provocándole experiencias místicas a las devotas de la parroquia de Pachuca, el hundimiento en las carnes recias de una viuda de Jantetelco y la marcha a la guerra para olvidar o morir. Habría que ver a la teniente general rompiendo genialmente el cerco de Cuautla; a Morelos inquieto en una noche larga y tal vez borracha en la que por única vez reconoce ante sí mismo que el chaparrito Matamoros se ha vuelto su mano derecha por que es valiente y sagaz, pero sobre todo porque le calienta. La hora del fusilamiento —Stendhaliano, por supuesto—, en el que se arrancara la camisa y se quedara sólo con sus bragas de charro amarillo, mostrando el pecho: “Tírenle cabrones”, gritaría con su voz gorda, “que esta hembra es más macha que ustedes”.
Está comprobado, tristemente, que los huesos de Mariano Matamoros se perdieron y alguien puso los de otra señora en su urna para que no lo cacharan, por eso prefiero las historias a la Historia.