Mientras el gobierno no esté dispuesto a cambiar la fallida estrategia de seguridad, les será más fácil culpar a los muertos.
Beatriz Mojica
Imaginemos que murieron o desaparecieron todos los habitantes de una ciudad como Colima o Chilpancingo. Según el recuento que hace el Observatorio Nacional Ciudadano de las cifras del Sistema Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad, en México han ocurrido 165 mil 220 asesinatos de 2007 a la fecha, y hay más de 26 mil 240 personas desaparecidas. Hay que agregar los secuestros, extorsiones y demás delitos de que son víctima las familias mexicanas por las bandas del crimen organizado.
Las cifras no decrecen sino que año con año aumentan y se extienden a estados o regiones que hace poco tiempo se consideraban seguras y pacíficas. La estrategia de seguridad no ha funcionado y el sistema de justicia parece colapsado.
El caso de Ambrosio Soto, alcalde de Pungarabato, Guerrero, que se atrevió a denunciar públicamente la situación a la que han sido sometidos tanto habitantes como autoridades de la Tierra Caliente, es emblemático porque en lugar de conseguir justicia y respaldo fue asesinado. Acudió a las autoridades locales y federales y en diciembre obtuvo medidas cautelares. Un pequeño operativo de seguridad federal llegó a la región, y como ha ocurrido otras veces, en pocos meses salió de la región sin resolver nada, con el argumento de que tenían que trasladarse a Oaxaca para mantener a raya el movimiento magisterial.
Volvió a denunciar amenazas y suplicó que regresara la seguridad para la gente a la región. La respuesta fue el silencio. Al final, fue emboscado y asesinado y las amenazas se cumplieron. La explicación del gobernador fue otro de los muchos desaciertos que lo han caracterizado: por viajar en horas inconvenientes y en una zona de alta peligrosidad. Como si la culpa fuera del muerto. Las investigaciones a raíz del asesinato buscan sembrar sospechas sobre vínculos oscuros de la víctima, y de paso generar especulaciones falsas sobre otros actores políticos. En lugar de atender las denuncias se busca desacreditar a las víctimas para justificar, a priori, la falta de resultados.
En los últimos 10 años han sido asesinados 74 alcaldes. Cinco este año. Pocos se han atrevido a denunciar como lo hizo Soto y, como ocurrió en 2013 con Ygnacio López Mendoza, le costó la vida. Difícilmente otros alcaldes se atreverán a denunciar, aún en circunstancias peores. Y si eso ocurre con las autoridades, que son más visibles, todo puede ocurrir con los ciudadanos.
Si se revisan las justificaciones de las autoridades, tanto federales como locales, para explicar el aumento de la violencia, todas señalan la “disputa de la plaza” entre cárteles. Lo que omiten decir es que esa disputa es por el control de todas las actividades ilícitas que hoy por hoy resultan más lucrativas que el cultivo y tráfico de drogas, como el secuestro y la extorsión, y que incluyen el sometimiento de las propias autoridades locales, con actos de violencia indiscriminada que parecen cada vez más normales y que desafían, una y otra vez, no sólo a los grupos rivales, sino al Estado mexicano.
El aumento de la violencia se debe a la descomposición social derivada de la pobreza, la marginación, la falta de empleos y oportunidades para los jóvenes; a la corrupción y a la impunidad y no a la disputa de plazas entre cárteles.
A juzgar por los resultados, la estrategia de seguridad no ha funcionado y mientras el gobierno no esté dispuesto a reconocer y cambiar, les será más fácil culpar a los muertos.
Twitter: @Beatriz_Mojica