Porfirio Muñoz Ledo
Los acontecimientos mundiales apuntan hacia una crisis generalizada por el deterioro de la política, como consecuencia de un modelo económico multiplicador de las desigualdades y disolvente de la autoridad legítima del Estado. Sin contar con la violencia criminal y los enfrentamientos interétnicos que dan cuenta de un orden mundial degradado por la hipócrita continuidad de políticas neocoloniales.
La debilidad institucional y el deterioro de la democracia representativa impiden la solución de las demandas públicas, así como la prevalencia de una legalidad comúnmente aceptada. La ideología liberal ha sido refutada por la realidad y ha generado movimientos políticos y desarrollos teóricos que ponen el acento en el reforzamiento del tejido social. Entre esos impulsos destaca el modelo “neoinstitucional” de Douglass North, que subraya la necesidad de un “orden estatal inclusivo”, promotor de estabilidad, mediante la búsqueda activa de la igualdad que haga posible el despliegue de las potencialidades humanas.
Destaca que las “instituciones extractivas” hoy se destinan a sustraer recursos de la masa de la sociedad. Esta deformación económica concentra el poder en manos de una élite, predominantemente financiera, que somete a su vez las instituciones políticas. Ésta sólo puede ser desafiada por la capacidad de los ciudadanos para crear una nueva institucionalidad. Algunos de los representantes de la socialdemocracia europea, que fueron cómplices del modelo neoliberal, ahora plantean una nueva constitucionalidad, resultado de un contrato social.
En la reunión del G-20 en Turquía, así como en el Foro Económico Mundial de Davos se advirtió que la despiadada distribución de la riqueza y el deterioro implacable del medio ambiente vuelven insostenible el sistema. En la recreación institucional, más allá de las ideologías, está en juego nada menos que el porvenir humano. Para arribar a un nuevo estadio civilizatorio es necesario, como decía Gramsci, romper el “empate catastrófico” entre un gobierno ausente y una sociedad que no ha podido llegar al poder.
Las vías de solución radican en la democratización de las instituciones políticas y la redefinición de las relaciones entre el poder público y el mercado, con base a la ampliación y ejercicio efectivo de los derechos de la población. No se trata de restaurar el paradigma del Estado propietario, sino de imaginar otro, altamente descentralizado y consensual, que mejore sustantivamente el desempeño económico a través de la elevación de la calidad de vida de los ciudadanos.
Resulta prometedor que en la ruta por construir un proyecto de Constitución para la Ciudad de México, hayamos encontrado en centenares de reuniones con organizaciones civiles, grupos organizados, actores económicos, académicos y administradores una notable coincidencia sobre estas cuestiones fundamentales. Todos convergen en la necesidad de instaurar una política económica distinta que sostenga un Estado social de derechos, incluyendo los económicos. Un combate sostenido a la pobreza con enfoque redistributivo y no sólo compensatorio: pensar la política económica desde la política social.
El principio cardinal es que la ciudad pertenece a sus habitantes y por tanto son ellos el referente último de un sistema de planeación y gestión democrática del desarrollo. La creación de un mercado interno y la extensión de la capacidad de consumo redundarían en la reanimación y reinvención de la economía. El impulso decidido a una política laboral que incremente los empleos de calidad y garantice los derechos de todos los trabajadores de la ciudad, formales e informales, la construcción de mecanismos universales de distribución del ingreso, bajo la forma de derechos exigibles, especialmente el ingreso mínimo y su recuperación sostenida, así como la disminución de la jornada de trabajo. El propio Carlos Slim ha sugerido públicamente tres días laborables a la semana.
La actividad económica y el acceso a sus beneficios han de estar protegidos por una sólida institucionalidad contra la corrupción y a favor de la rendición de cuentas y del derecho a la buena administración que otorgue certeza jurídica y evite los despilfarros. Sustituir la cultura del clientelismo, del corporativismo y del soborno, por el diálogo vinculante con los actores económicos y sociales y la participación efectiva de los ciudadanos en el diseño, ejecución y evaluación de los servicios públicos. El éxito que tengan estas propuestas redundará sin duda, más pronto que tarde, en una nueva constitucionalidad para la República.