Pascal Beltrán del Río
A diez días de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, la delegación mexicana aún está batallando por traer una medalla a casa.
Esta situación ha generado tensión, críticas y recriminaciones entre atletas, directivos y la afición. Burlas y acusaciones han volado en las redes sociales. Sin embargo, pocos parecen querer abordar con seriedad lo que el inminente fracaso en Brasil refleja sobre la situación del deporte en el país, y lo que esto habla sobre cómo nos organizamos.
Lo primero que diría es que hay que distinguir las críticas de las burlas. No es lo mismo reseñar la mala actuación de los atletas o diferir de los comentarios llenos de soberbia que muchos de éstos han proferido que mofarse del aspecto físico de alguno de ellos.
Los atletas y funcionarios, como personajes públicos, deben saber que alguien que se coloca bajo un reflector recibirá críticas, justas o injustas. Y que preparar a un atleta y llevarlo a competir a unos Juegos Olímpicos significa gastar recursos públicos, lo que implica que el contribuyente tiene derecho a opinar, así sea de manera poco informada.
Dicho eso, nada vamos a arreglar a tuitazos. Ni en el deporte ni en ninguna otra actividad.
Lo que se requiere es una reflexión seria sobre lo que ha pasado en Río. Puede haber culpas de atletas y directivos actuales —que no deben desdeñarse—, pero la principal responsabilidad es colectiva: no podemos seguir siendo el país improvisado que somos.
“Nada de que a’i se va, nada de que ¿a mí qué?”, decía un estribillo gubernamental, en los años 70 u 80 del siglo pasado, que llamaba a hacer las cosas bien.
Todo eso quedó en un buen deseo. Cuarenta años después, pega el remanente de una tormenta tropical en las montañas y muere medio centenar de personas porque se instalaron a vivir en una zona de riesgo y no hubo autoridad que se los prohibiera.
Por desgracia, México es el país donde el ahí se va lleva a derruir obras públicas recién construidas, porque los cálculos se hicieron mal. Y ya no hablemos de la ineficiencia que provocan los actos de corrupción.
Por eso el deporte organizado no tendría por qué tener una suerte distinta. Si no es por algunos logros individuales, las delegaciones mexicanas jamás traerían medallas a casa.
La actividad física recreativa no es parte central del proceso educativo en México. Con eso nos perdemos de la oportunidad de aprovechar el deporte como impulsor de la disciplina, el trabajo en equipo, la salud pública y la búsqueda de la excelencia.
Lo bueno es que esta discusión no tiene por qué terminar en la autoflagelación.
El Reino Unido sufrió una crisis similar al finalizar los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996. Su delegación cosechó apenas una medalla de oro —entre 15 que obtuvo en total— y cayó aquella vez a la posición 36 del medallero.
Los británicos reaccionaron con estupor cuando dos de sus clavadistas se pusieron a vender su equipo en la vía pública para poder llevar algo de dinero a casa después de los Juegos. Siguió una discusión nacional que llevó a aumentar el financiamiento para la caza de talentos y la preparación de los atletas de alto rendimiento mediante la lotería nacional.
Eso permitió conseguir a los mejores entrenadores y pagar a los atletas para que se dedicaran de tiempo completo a prepararse. Sin embargo, lo más importante —según Peter Keen, uno de los directivos clave en esa transformación— fue “mirar al monstruo en el ojo y decirle: ‘claro que podemos ganar’”. Doce años después, en Pekín, el Reino Unido terminó cuarto en el medallero.
Por supuesto, México tiene necesidades más apremiantes que el Reino Unido, pero si queremos tener éxito en el país, tanto en el deporte como en otros campos, es necesario fomentar una cultura de éxito que desplace al derrotismo, la improvisación y la ineficiencia que caracterizan a México.
E, insisto, la promoción de la práctica intensiva del deporte —que, increíblemente, no ha tenido un papel central en la actual discusión sobre los cambios en los planes educativos— podría ser un excelente motor para eso.