Enrique Krauze
No recuerdo haber visto un despliegue similar de amor y dolor desde la muerte de Pedro Infante en 1957. O de Jorge Negrete, cuatro años antes, que murió en Los Ángeles, lejos de su “México lindo y querido”. A ese reducido elenco pertenece Juan Gabriel. El pueblo los veneró, cantó sus canciones, los lloró e hizo inmortales.
Su biografía es una metáfora de México. Nacido en Michoacán, el Benjamín de una inmensa familia piadosa y pobre, huérfano de un padre enloquecido, criado desde los cinco años en una Casa Hogar, músico natural, vendedor de “burritos” en Ciudad Juárez al lado de su madre idolatrada, acuchillado, encarcelado, se redimió a sí mismo por la música y con la música. ¿Hay algo más esencial del mexicano que la música que canta al amor y el abandono? Esa esencia musical faltó a Octavio Paz en El Laberinto de la soledad.
Como Sinatra en Estados Unidos, lo notable de Juan Gabriel era la autenticidad de sus interpretaciones. Sus letras y canciones revelaban una experiencia encarnada. Olvidemos la simplicidad de sus letras, la rima fácil. Lo que tocaba el alma del mexicano era ese tránsito del amor apasionado, esperanzado y loco al desamor, la soledad y el desamparo. Juan Gabriel había vivido esa experiencia y la trasmitía.
“Yo no nací para amar”, pero sus canciones llevaron amor a decenas de millones. “Nadie nació para mí”, pero millones nacieron para amar sus canciones o para verse reflejados en ellas, para cantar al amor con ellas.
Su gira postrera se tituló ”México lo es todo”. Iba a recorrer diecisiete ciudades. En los coléricos tiempos de Trump ese acto patriótico, esa hazaña final, valiente y malograda, es el broche de oro a la carrera de un ídolo entrañable. Y fue su mayor lección a un México que se ha dejado llevar por odios ideológicos ajenos a su esencia y parece haber olvidado el amor al hogar común, a la patria.