León Krauze
Nuestra emperatriz en Nueva York
Uno de los grandes misterios de la vida pública mexicana es la incapacidad de buena parte de nuestra clase política de asumir las consecuencias de sus acciones. Basta ver, por ejemplo, la lista de aspirantes a la candidatura priista rumbo al 2018. En esa baraja aparecen José Antonio Meade y (aunque usted no lo crea) Claudia Ruiz Massieu, los dos cancilleres mexicanos en los años del ascenso de Donald Trump y el nativismo antihispano. El caso de Ruiz Massieu es de antología: aspira a la Presidencia a pesar de haber permitido el mayor oprobio diplomático de las últimas décadas. Lo de Meade podrá ser menos escandaloso, pero no por eso deja de ser grave. Pensemos sólo en la relación con Estados Unidos. Meade no sólo no previó el discurso de Trump sino que usó la cancillería como agencia de colocación al ceder a presiones injustificables para asignar consulados a funcionarios que, a la postre, resultarían problemáticos.
Ya me he referido antes a la promoción de Andrés Roemer, maestro y amigo personal de Meade, que ha disfrutado de un sexenio de lujo en San Francisco y París. Pero hay otros ejemplos. Uno ocurrió en el consulado de México en Nueva York. Ahí, el canciller Meade removió a Carlos Sada, hombre de notable trayectoria y preparación para lidiar con las necesidades específicas de la comunidad mexicana en Estados Unidos (tanto así que Sada se convertiría, con el tiempo, en embajador en Washington) para darle paso a la diplomática de carrera Sandra Fuentes-Berain, experta en los rituales cortesanos propios de una embajada pero inhábil en el trato —extenuante, poco glamoroso y profundamente humano— con una comunidad tan compleja y sufrida como la mexico-neoyorquina. Las razones del nombramiento de Fuentes-Berain, mucho más cercanas a los privilegios personales que al mérito profesional, auguraban un retroceso en Nueva York. Ocurrió algo peor.
En el último par de semanas conversé con una decena de empleados consulares que tuvieron el infortunio de lidiar con Fuentes-Berain. El retrato que emerge es diametralmente opuesto al papel cercano y generoso que tanto ha pregonado la cancillería de Meade y Ruiz Massieu y que corresponde, qué duda cabe, a un cónsul general en Estados Unidos. Algunas anécdotas revelan una prepotencia casi risible. “Comentarios como ‘rasúrate esa barba, pareces Talibán’, ‘deberías pintarte el pelo, ya tienes muchas canas’, ‘no te reconocí con esa falda de monja’, eran cosa de todos los días”, me dijo una joven empleada consular. En otro momento, Fuentes-Berain aparentemente decidió restringir el uso del elevador del consulado al quinto piso, hacia su oficina. “La obsesión con el tema la ha llevado a regañar y bajar del elevador a mujeres embarazadas, personas con bastón, adultos mayores, familias con bebés y niños pequeños”, me dijo otro funcionario.
Por desgracia, la historia de los desatinos de Fuentes Beráin va más allá de desplantes de pedantería. Empleados consulares describen el ambiente de trabajo como un “régimen de terror” en el que Fuentes-Berain marginó a casi un centenar de empleados no adscritos al Servicio Exterior, censuró voces críticas en correos de una virulencia asombrosa, dispuso de transporte consular para su uso personal o asignó puestos de trabajo a gente sin experiencia relevante, pero cercana a ella.
Todas las personas que entrevisté, incluidos miembros de la comunidad mexicana en Nueva York, coinciden en que la cónsul Fuentes-Berain concentró su esfuerzo no en el grueso de la comunidad mexicana —que registra altos niveles de pobreza, marginación y analfabetismo en la Gran Manzana— sino en el grupo de mexicanos exitosos, empresarios y artistas notables. “Tuvo una profunda falta de sensibilidad”, me dice una persona que trabajó de cerca con Fuentes-Berain. De acuerdo con varios testimonios, la cónsul concentró esfuerzos en conseguir la construcción de un millonario Instituto Mexicano de Cultura en Nueva York; trofeo ideal para ella, pero completamente inútil para los mexicanos pobres y marginados que viven en Nueva York. El dispendio incluyó también la contratación de tríos y mariachis que “cobraron una fortuna” y deben haberle gustado mucho a la cónsul pero que eran, en palabras de un empleado consular, “absolutamente innecesarios”. En plena “austeridad”, el consulado de Fuentes Berain gastó en asuntos sociales, eventos públicos y giras 48.7% más en 2014, que las cuentas de Carlos Sada en 2012. Esa cifra habría de crecer aún más en 2015.
La percepción de falta de compromiso va más allá. Un empresario mexicano en Nueva York me compartió su impresión de esta manera: “Hizo hasta lo imposible por acercarse a todos los billetudos mexicanos para promover su carrera posterior, pero lo hizo con recursos que son para otros propósitos”. Eso sí, Fuentes-Berain siempre mostró voluntad para defender al gobierno peñanietista. En un correo electrónico, una empleada del consulado recuerda como “en una reunión con beneficiarios de las becas que el gobierno mexicano a través del Instituto de los Mexicanos en el Exterior otorga a migrantes indocumentados, (Fuentes-Berain) advirtió a los becarios que ‘no quería verlos participando en protestas contra el gobierno pues se estaban beneficiando de él’”.
En tiempos de Trump, la comunidad mexicana en Nueva York merecía algo mejor que Sandra Fuentes-Berain. Su llegada a Nueva York corresponde a la canasta de errores de José Antonio Meade. Su permanencia (y el nombramiento de sucesor, no menos polémico, por cierto) a la de Claudia Ruiz Massieu. Estas decisiones, como varias otras, deberán pesar sobre las aspiraciones presidenciales de ambos.