LA CALLE DE LA NOVIAS
HÉCTOR DE MAULEÓN
Si, como quería Luis González Obregón, la historia moral y física de la ciudad está ligada al nombre de sus calles, República de Chile debiera llamarse Calle de las Novias. En ese largo corredor de aparadores —se extiende entre Tacuba y la peligrosa Honduras— el carácter misceláneo de otras zonas del centro se uniforma en una serie de locales cuyo tema es el tálamo, y que buscan alcanzar, muchas veces sin lograrlo, lo refinado, lo sublime, lo exquisito: Essence, Ragazza Fashion, Creaciones Francelin, Diseños Sharon, Spossa, Divina Novia, Palacio Nupcial…
Hasta fines de los años 60 había en República de Chile pequeños y económicos talleres de costura, a los que las novias de entonces llevaban “ejemplos” recortados de las revistas que por entonces normaban el gusto de la “high society”: Social era la más famosa. Por esos años se abrieron en la calle las primeras tiendas dedicadas a las novias: no se sabe con certeza cuál fue la primera: varias de ellas se atribuyen el crédito, y hasta existe la leyenda de que el hallazgo en uno de esos talleres de una olla repleta de monedas de oro virreinal, permitió a sus propietarios abrir los primeros dos o tres establecimientos de la calle.
De Tacuba hacia el norte, República de Chile se pone de acuerdo para deparar al peatón el encuentro con “las novias más bellas de México”: maniquíes de nariz respingada, cuello alto y senos como dos palomas: las vírgenes perpetuas de la calle de Chile, que detrás de los cristales ensayan actitudes distantes y arrojan a la cara una belleza no manchada por la sombra de la vida.
En las mañanas normales, las mañanas de antes de la pandemia, Chile se llenaba de empleadas, costureras y modistas que aguardaban el momento de alzar las cortinas de los establecimientos. Entre un tráfico de aquelarre, la calle ha sido siempre recorrida por mujeres que aspiran a meterse pronto en aquellos trajes. Un paseante cualquiera pescaría al vuelo frases como estas: “No quiero perlas en el vestido: las perlas son lágrimas”. Y también: “Con eso no te casa ni el cura”.
Las miradas lamen los escaparates, poblados de vestidos y accesorios blancos como pastel —y, para las quinceañeras, chillantes y explosivos como un Big Bang de colores profanos. Ramos, velos, cojines, azahares, flores deshidratadas, lazos de cristal cortado “que vienen de Austria”. Holanes y tocados con perlas de vidrio o incluso de plástico, diseños hechos de raso, tul, tela espejo, nylon, organza, seda e imitaciones de seda.
Las ciudades tienen memoria y algunas de ellas se diría que incluso una suerte de humor negro. A fines del siglo XVIII vivieron, en lo que hoy es República de Cuba, y haciendo esquina con la calle que nos ocupa, los condes de Medina y Torres. Relata José María Marroqui en uno de los capítulos de La ciudad de México que estos señores tenían al fondo de su casa unos aposentos destinados a la servidumbre, en los que vivía un esclavo que les prestó excelentes servicios. Tantos, que decidieron manumitirle; es decir, concederle la libertad. A pesar de su nuevo estado, el viejo esclavo no quiso apartarse de los condes y ellos le dejaron, hasta el resto de sus días, la propiedad de los aposentos en que habitaba. Según Marroqui, le abrieron una salida, “por zaguán aparte”, hacia lo que hoy es República de Chile.
Desde entonces, esa calle dedicada a la industria de crear maridos fue conocida como Calle del Esclavo: se le llamó así hasta las primeras décadas del siglo XX. En México por dentro y fuera, José Joaquín Fernández de Lizardi anunció, en un acto de humorismo profético, el actual destino de la calle:
“En la calle de Cadena
viven los enamorados;
pero luego, ya casados,
en la calle del Esclavo”.