Ay Nicaragua, Nicaragüita
MARIO PUGA
Si bien la actual crisis social y política de Nicaragua comenzó el 18 de abril de 2018, cuando el gobierno sandinista reprimió a pensionados por protestar ante la reducción de un 5% de sus ingresos, se gestó años atrás, cuando las fuerzas hegemónicas -liberales y sandinistas-, que dominaron nuevamente el escenario político desde principios del siglo XXI, comenzaron a debilitar la incipiente institucionalidad del país, para luego establecer un dominio ideológico sobre las instituciones y, finalmente, apoderarse de los poderes del Estado que, ya sin ningún equilibrio o independencia, han servido fielmente a los intereses de ambos grupos -especialmente a los sandinistas desde 2007-, proceso que ha arrastrado al país a una descomposición gradual en todos los ámbitos.
Para tal fin, los líderes de ambos movimientos –Arnoldo Alemán, del Partido Liberal Constitucionalista (PLC) y Daniel Ortega, del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN)– establecieron un pacto no escrito que implicaba, primero, el control de las principales instituciones de gobierno y, después, la repartición de los poderes del Estado, para lograr un equilibrio político entre ambas fuerzas y, de esa forma, alternarse la presidencia hasta el infinito.
El poder ejecutivo sería de quien estuviera gobernando (en ese momento el PLC, en la figura de Arnoldo Alemán, 1997-2002); el legislativo sería compartido por ambos partidos, borrando del mapa cualquier otra oposición; mientras que el poder judicial seguiría en manos de los jueces afines al sandinismo, como herencia de la revolución de 1979; y el Tribunal Supremo Electoral -oficialmente el cuarto poder- continuaría en manos de los liberales. En el caso del Ejercito Nacional -poder fáctico-, éste mantendría sus raíces sandinistas, también como herencia revolucionaria.
Sin embargo, dicho pacto se vio alterado luego de que el nuevo presidente liberal, Enrique Bolaños (2002-2007) –fallecido apenas el 14 de junio pasado a los 93 años–, decidiera romper con los oscuros intereses del expresidente Alemán, quien pretendía seguir gobernando el país a través de él, y quien finalmente abrió una investigación contra su antecesor por corrupción, la cual concluyó meses después con una sentencia de 20 años de prisión.
Vale decir que el caso fue armado y gestionado por un fiscal sandinista, cuyo partido vislumbró la oportunidad de arrebatar los poderes del Estado en manos de los liberales, aunque para ello tuviera que defender al propio Bolaños dentro y fuera de la Asamblea Nacional –junto a la comunidad internacional–, en virtud de que todo el liberalismo le había quitado su respaldo y pedido su destitución, hecho que no sucedió gracias al voto sandinista al interior del poder legislativo.
Como resultado, el FSLN obtuvo grandes beneficios, ya que no solamente fue visto como defensor de la democracia, al apoyar al presidente Bolaños y evitar su caída, sino que al final del mandato logró negociar con un debilitado y dividido liberalismo el único obstáculo que le impedía volver a gobernar al país: la reducción del porcentaje para ganar en primera vuelta, de 50% a 35%, que establecía la Constitución para una elección presidencial, con la promesa de que buscaría liberar al expresidente Alemán, quien para ese entonces ya purgaba su condena.
La apuesta resultó acertada para el sandinismo, ya que no ha dejado el poder desde entonces, al tiempo que el liberalismo casi se ha extinguido o fragmentado en pedazos. La cereza del pastel vino en 2009, cuando gracias a una decisión de la Corte Suprema de Justicia -ya en manos sandinistas-, fue aprobada la reelección inmediata, misma que ha beneficiado directamente a Ortega, quien se ha mantenido en el poder por cerca de 15 años consecutivos.
En ese sentido, la crisis provocada por la decisión del gobierno sandinista de reprimir a pensionistas que reclamaban una justa causa pareciera en principio desproporcionada, si se considera que días después de esa protesta el mismo gobierno rectificó su decisión al retirar su propuesta original. Sin embargo, las protestas, lejos de disminuir, se incrementaron gradualmente, lo que desnudó las verdaderas razones de la crisis:
Primero, un desgaste natural de un Daniel Ortega enfermo y debilitado físicamente, que poco a poco fue cediendo la toma de decisiones a manos de su pareja sentimental, Rosario Murillo, quien para 2017 se había convertido también en vicepresidenta de la República.