24 de Noviembre de 2024

CLARABOYA / El final de una época / AZUL ETCHEVERRY

Columnas Heraldo

 

 

Cerramos esta semana con la noticia del fallecimiento de la reina Isabel II de Inglaterra a los 96 años de vida, concluyendo así un mandato de 70 años (uno de los más longevos de la historia). A lo largo de este tiempo departió con 15 primeros ministros, se independizaron 45 territorios administrados por la corona, fue testigo de la reformulación del continente europeo, así como de la salida del reino de la Gran Bretaña de la Unión, entre muchos otros hitos de los que fue partícipe.

Mientras que las reivindicaciones republicanas se han ido intensificando y el concepto de monarquía en la actualidad se torna anacrónico y debatible, la realidad es que en términos de popularidad la jefa de la Casa de Windsor superaba el 80% de la aprobación de los británicos, a pesar de que en la actualidad la monarquía no juega un rol prioritario en la organización ni elaboración de políticas públicas o la administración de presupuestos dentro del funcionamiento del Estado.

Más bien el rol que desempeñó como jefa de Estado se inclinó más hacia esa encarnación del sentimiento de lo británico, un símbolo de identidad nacional que acompañó a la sociedad británica desde esa su primera transmisión radiofónica a los 14 años, siendo aún princesa, dirigido a las infancias durante la Segunda Guerra Mundial, hasta acontecimientos contemporáneos como el Brexit, la pandemia por Covid-19, la escandalosa salida del premier Boris Johnson o la llegada de la tercer primera ministra Liz Truss.

Ahora bien, su sucesor Carlos III llega al trono a una edad avanzada, sin la abrumadora popularidad de su madre y con una serie de críticas acumuladas a lo largo de su principado, con convicciones controversiales y políticamente más vocal respecto a lo que considera errores en la administración del gobierno. Este fenómeno invita al análisis respecto a un posible replanteamiento de la monarquía de ese país, no sólo en lo representativamente simbólico, sino en lo político dentro de ese sistema parlamentario, que confía en la monarquía para mantener la estabilidad y sentido de continuidad pese a las inclinaciones políticas del momento coyuntural.

Es imposible enarbolar comparaciones con ese modelo político-estatal por diversas circunstancias, pero sí encuentro muy rescatables esos simbolismos unificadores de los valores del concepto de nación, esos que la reina Isabel II personificó e impulsó a lo largo de toda una generación. Indistintamente de la naturaleza liberal o conservadora de las ideologías y prioridades de los jefes de gobierno que acompañaron a la reina, desempeñaron sus labores bajo la certeza de que al final del día todos dormían bajo el cobijo de los principios identitarios de una misma nación.

Desafortunadamente, me resulta cada vez más difícil encontrar esas similitudes dentro de nuestras fronteras. La polarización, el detrimento de instituciones, la improvisación y la exacerbación de nacionalismos mal enfocados nos vulneran como sociedad más allá de identificarnos en nuestros semejantes.

POR AZUL ETCHEVERRY

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