No es que la historia de Harry (Enrique de Sussex, pues) y Meghan Markle carezca de interés, más allá del sano, comprensible, irreprochable morbo tipo tabloide que nos invade a todos. Hay mucho de dónde rascar: la irrupción de una “plebeya” en el ambiente de la casa real británica, el hecho de que esa plebeya sea gringa y actriz, el hecho todavía más potencialmente perturbador de que sea mitad afroamericana, a lo que se suma ese estilo deslenguado y poco propenso a formalismos.
Es decir, la historia de Harry y Meghan, en principio, permite asomarse a los presumibles anacronismos de la monarquía, incluidos algunos posibles deslices racistas, y hablamos de una monarquía para nada decorativa, sino por el contrario fuertemente involucrada en la democracia británica y, todavía, con sus alcances planetarios y sus protagonismos en el orden mundial, vía el Commonwealth.
Así que nada que reprochar a quien decida asomarse a la serie recientemente estrenada por Netflix, Harry y Meghan. Vaya por delante, sin embargo, que el resultado puede resultar decepcionante. Por una parte, las críticas de fondo a la monarquía, si a alguien le interesa ese enfoque, no son así, profundas. No hay mucha reflexión, pues, que justifique el maratón de fin de semana: un sobrevuelo por el tema del colonialismo británico y el racismo, poco más.
Al mismo tiempo, por la parte del tabloide, del escándalo, no hay mayores carencias que reprochar. Ahí están las peleas familiares que terminaron con la ruptura tribal que todos conocemos, el padre de Meghan en el acto de meterse a un montaje mediático para embolsarse 100 mil dólares, etc.
Pero hay un problema grave: uno llega, como cualquier aficionado a los escándalos mediáticos, sediento de sangre, con ganas de revelaciones escandalosas y reproches vitriólicos de los que son capaces de cimbrar universos tan aparentemente consolidados como la monarquía isleña, y para llegar a la sangre, que además en modo alguno es suficiente, tiene que atravesar una larga, cansina aduana, que es el retrato extendido por demasiados capítulos de cómo se construyó ese amor sin mácula, modélico, amasado en corrección política y conciencia social a tope.
¿Son Harry y Meghan así de buenos, de comprensivos, de solidarios? Digamos que sí. Que hay gente de bien en el mundo, y que ellos pertenecen a esa minoría como se debe pertenecer: contra viento y marea.
Sin embargo, esos prófugos de Buckingham, esos jóvenes díscolos y entrones que decidieron salirse del castillo de la pureza de los Mountbatten-Windsor y hacer su vida por la libre, deberían saber, como el príncipe que es uno y la actriz conocida que es la otra, es decir, como dos personas con conocimientos profundos del amarillismo mediático, que nada es más aburrido de presenciar que la felicidad ajena.
POR JULIO PATÁN
COLABORADOR